Qué insignificante sería intentar enumerar los tonos de la horas, de las hojas, esas que bailan ante tus ojos como en una película de Pixar o en las que una pareja se aleja en el parque, marchito, difuminándose en su futuro los títulos de crédito. Qué insignificante. En España, antes de que la noticia rasgara las vestiduras y rompiera las costuras de la prensa internacional, los titulares no parecían atreverse a sacar a los cuatro vientos su coraje, a enarbolar, como la sacudida, la mayúscula, la exclamación que transcribe el grito. Sucumbían, la mayoría, a la pereza, diseminada en puntos suspensivos, en bostezos, en personajes y gestos tan usados que llevan impresos, como un subtítulo, la fecha borrada y la certeza del déjà vu. El silencio roto por unos pocos periodistas en Turquía, acostumbrados a la censura brutalmente impuesta más allá de un esparadrapo férreo sobre la boca, provocó, una vez más, esa ingenua perplejidad de occidente, ese retraso en sus declaraciones, esa tibieza llena de por si acasos. Hasta que ya no pudo taparse más, justificarse, ampararse en relaciones comerciales y diplomáticas y con las vergüenzas al aire salieron a la calle los editoriales, los golpes de pecho, los manifiestos. Quizá por que Jamal Khashoggi vivía en los Estados Unidos, y ello se convirtiera en otro motivo de crítica a su presidente, porque ocurriera en un consulado, porque fuera tan burdo el asesinato y las versiones consecutivas torpes y atropelladas, esta vez la opinión haya sido finalmente casi unánime, no como antes, no como ante otros. Aquellos otros asesinados, perseguidos, represaliados, encarcelados, desaparecidos en y por Arabia Saudí, olvidados. Los abogados maniatados que ni siquiera logran que los abogados de aquí, al otro lado de la frontera, se coloquen en su lugar, los nombren, denuncien, los defiendan, al menos en esos días en los que se llenan de palabras grandes los discursos. Los periodistas de aquí, que parecen obviar el peligro que supone hacer una fotografía o mandar unas notas a su periódico, quizá porque estén demasiado lejos. Los cristianos que llenan las misas de 12, los agnósticos, los judíos... que ignoran que la radical prohibición de cualquier religión que no sea el islam, y el sometimiento a la sharia, puede conllevar la muerte. Nos olvidamos de la comunidad LGTBI, las mujeres, los activistas de derechos humanos... y un largo etcétera de población que sufre y ve limitados sus derechos, con el silencio cómplice de quien tiene la posibilidad de alzar la voz. Por eso es necesario hablar, y decir, y contar, de Jamal y de los otros, para evitar que sus nombres queden sepultados por capas de hojas secas, putrefactas, bajo el otoño.