TPtor la ventana de la radio se cuelan voces infantiles. Me asomo y veo la explanada ante la catedral llena de niños venidos de un colegio cercano. Colores en movimiento. Bufandas, guantes y anoraks saltando y corriendo alegremente ante el alto cucurucho que como árbol adorna el amplio espacio.

Parece como si los niños patinaran sobre un hielo imaginario. Es una estampa muy navideña. Vuelvo a mi mesa. En el ordenador tengo colgado un Papá Noel de lana. Me lo regalaron y ahí está aunque reconozco que soy más de los Reyes Mayos de Oriente que de este viejecito barrigudo que nos llega del Polo Norte. Oigo a compañeros y amigos hablando de lo que han pedido sus hijos a Papá Noel o a los Reyes Magos, qué mas da, y no entiendo mucho de lo que dicen. No he sido madre y me he quedado estancada. Nunca he jugado con una Play Station, ni con la consola Wii, ni con otras cosas que no sé cómo se llaman y a los críos al parecer les fascinan. Me cuentan que otra cosa que desean es la PDA. Eso sí sé lo que es pero creía que era un aparato propio de ejecutivos o de adultos estresados, pero no, ahora lo quieren también los hijos de mis conocidos.

Mi infancia fue evidentemente distinta.

Recuerdo regalos que luego comprendí fueron realizados a mano por mi padre. Me enteré de que ya a principio de diciembre pasaba alguna hora de su escaso tiempo de descanso con serrucho, puntas y martillo haciendo una casa de muñecas para mi hermana, una escopeta de madera para mí porque quería ir con él de caza o unos patines, con ruedas también de madera, para mis hermanos.

Eran otros Reyes Magos y mi padre hacía magia escondido de madrugada en el lavadero de la antigua casa.