En su novela Valquirias, una historia sobre la capacidad de elección que tenemos las personas y cómo las decisiones que tomamos determinan nuestro destino, el mundialmente famoso Paulo Coelho, escribe algunas verdades como montañas. Por ejemplo: «Cuando Dios quiere enloquecer a alguien, satisface todos sus deseos». No me digan que no es para pensar seriamente en ello. Pero, como viene al caso, también escribe que «las apuestas y los pactos se hacen con los ángeles. O con los demonios». La vida está llena de pactos o apuestas que firmamos o solemnizamos con otros o con nosotros mismos, bien porque queremos alcanzar algún tipo de gloria, bien porque deseamos ejercer el control sobre nuestra voluntad y aplicar alguna mejora existencial. De pequeños, con los amigos o las novias, igual los pactos eran de sangre o se sellaban con besos eternos o compartiendo alguna complicidad o secreto. Hoy, como todo, incluso los pactos se desnaturalizan y las apuestas pueden acaban siendo delito o enfermedad. He hecho memoria y recuerdo un puñado de pactos que, seguramente, han dibujado mi personalidad. De chico, me he bañado en la playa del Guadiana, en el embarcadero, en las crispitas, en el pico o en el Rincón de Caya y, fue allí, donde casi me ahogo, cuando firmé un pacto para no volverme a bañar más en ese maldito río que solo es hermoso desde la orilla. Firmé un pacto con los fotógrafos Santi Rodríguez y Santi García, por su culpa, claro, de no volver a subirme jamás a una noria de feria y, con mis amigos de juventud, de no volver nunca al vermú, tras el mal cuerpo que se me quedó en una mala tarde en un bar por San Andrés. En COU, pacté no escribir poemas por encargo y, ya trabajando, una mala lesión jugando a fútbol en el campo de Villafranco, me llevó a decidir, aquel fue un pacto conmigo mismo en Urgencias del Infanta, perdón, del Universitario, de no volver a dar patadas a una pelota. Con el deporte he tenido varios pactos, donde sobresale aquel que decidí de no subir más a una bicicleta desde que me encajé con la mía en Olivenza y tuvieron que venir a recogerme porque no había manera de regresar pedaleando. Y, al menos, una vez al mes, por los bailes de fin de semana del Casino, debo escuchar el Hotel California, de Eagles y, una vez a la semana, sentarme en San Francisco a sentir el aire de Badajoz.

Periodista