Francisco, que es latino y tiene el calor de una copa de vino (de misa) para regocijo de la grey iberoamericana, ha renunciado a la cruz papal de oro, al anillo de oro, a los zapatos lujosos y al papamóvil, vehículo que desde ahora podemos llamar papainmóvil, tras haber sido condenado al ostracismo. Además, el nuevo Papa ha dicho que le gustaría "una iglesia pobre y para los pobres" y se ha puesto a saludar y a besar a los feligreses a diestro y siniestro. Todo eso está muy bien y alegra el corazón de devotos y monjitas. El grandísimo problema que tiene el Papa es el propio Papa, es decir, el papado, que es la institución más antigua del mundo y cuya obsolescencia --como el resto de las monarquías e incluso más, porque el Vaticano no admite reinas-- exhibe en pleno siglo XXI una organización y unas formas enraizadas en el bajo medievo.

Con su catálogo de gestos el nuevo Papa puede parecer un revolucionario, pero no hay que dejarse engañar. En la historia del cristianismo, el único revolucionario que ha existido sin ser expulsado de la organización es Jesucristo y, después de él, dentro del catolicismo, no ha habido ninguno más o no han dejado que los haya. El último revolucionario fue Juan Pablo I, que anunció su intención de abandonar el Vaticano e irse a vivir a un barrio obrero de Roma con la curia y ya sabemos cómo acabó. En el catolicismo, los revolucionarios han sido tradicionalmente quemados en la hoguera, como es el caso del dominico Giordano Bruno, o expulsados a las tinieblas exteriores, como les ocurrió a Lutero y a Calvino y, más recientemente, a los teólogos de la liberación.

El nuevo Papa, desde luego, no parece un revolucionario ni muchísimo menos, a pesar de esos gestos suyos que dan tan bien en la tele y que excitan las lágrimas de los más impresionables. La democratización de la Iglesia, la vuelta a los orígenes, la renuncia al poder mundano y a la riqueza y al lujo, la derogación del celibato, el acceso de la mujer al sacerdocio y a todos los puestos de la jerarquía sin excepción, el respeto a los avances científicos y la aceptación de los cambios sociales son las tareas imprescindibles que la Iglesia necesita y que este Papa no acometerá. Por eso es tan irreal su actitud, por emotiva que sea. Porque sigue montado en un papainmóvil colosal como es el papado vaticano, un vehículo concebido justamente para eso, para no dar ni un paso adelante.