Abril . Orly. 11.40 horas. Aún sorprende el recibimiento armado de militares que, uniformados para el combate, vigilan las entradas al aeropuerto, las cintas del equipaje, y escrutan las caras de los que llegamos a este París lluvioso y de nuevo gris. Mi anterior viaje coincidió con la Cumbre Mundial del Clima, justo un mes después de que el Estado Islámico causara 132 muertos y cientos de heridos. Entonces me pareció un lugar sitiado; y por esa resignación casi cabizbaja que asolaba calles y cafés, se desveló como cierto lo que en otro momento pudiera haber parecido una obviedad: "París nunca volvería a ser igual, aunque seguía siendo París", como dijo Hemingway. Se intuía, pese a ello, por la fuerza de los gestos en la place de la République, por haberse levantado ante los atentados contra Charlie Hebdo , que la ciudad se desprendería de esa niebla apesadumbrada que cala en los huesos, como goznes resentidos. Tres meses después el mismo frío estremece las calles. No se han cerrado las heridas de los atentados. Recidivan por la cercanía, apenas a unos kilómetros, del ataque de Bruselas. Sale por fin el sol, los parisinos toman los parques, picnean junto a las fuentes, sestean casi. Pero en la Orangerie, como en el resto de los museos, cuelga un cartel que advierte del riesgo, apuntando cómo debemos comportarnos si sucede, y la gente, paciente, hace largas colas en silencio, vaciando por completo sus mochilas, despojándose de chaquetas y foulares, para mostrarse limpios de pecado, aunque no de cierto miedo. Recuerdo entonces a Audrey Hepburn, con sus gafas de sol, el maravilloso vestido de Givenchy, sus perlas, mordisqueando un croissant y bebiendo un café delante de Tiffany's, sonriendo, porque nada malo le podía ocurrir allí. Pero hoy ni siquiera eso es cierto, nada es seguro, ningún escenario se evidencia como protector, no existen campanas de cristal, porque la llaga, descarnada, se abre cada vez que, incluso en la Maison Chanel, debes abrir y enseñar tu bolso a la entrada, y de nada vale ya que unos impecables jóvenes trajeados musiten avergonzados un "excusez-moi madame", y las dependientas, rápidas, delgadas, de negro, inmediatamente te perfumen, con el numero 5. El miedo, como el amor, está en el aire.