Se cumplen cincuenta años de la parroquia de San José. Si bien los servicios religiosos comenzaron en el colegio Sagrada Familia, las Josefinas de toda la vida, no sería hasta 1974 cuando se inauguró el templo que desde entonces atiende a los vecinos del barrio Santa Marina. Si dicen que la patria de uno es su infancia, mi patria y mi adolescencia y mi juventud es la vida que disfruté plenamente en Santa Marina, a escasos metros de la parroquia de San José. En los niños de la época, la parroquia de San José apareció como una inmensa mole blanquecina -aquel ladrillo blanco tan de moda en esos tiempos- en medio de un descampado donde habíamos descubierto casi todas las posibilidades para el juego, incluido el estupendo circuito escarpado para hacer bicicleta de alta montaña sin ser aquello alta montaña y sin existir aún más bicicletas a nuestro alcance que las Orbea y BH en estado básico. La parroquia de San José, con su templo que nos redujo a la mitad el escampado, surgió como un lugar de encuentro que trascendía a las ceremonias religiosas y actuaba como un auténtico centro cívico dinamizador del barrio. Vi por primera vez el mar en la zona de La Antilla, por Redondela, donde, entonces, existía un albergue para campamentos al que acudíamos en verano desde la parroquia de San José, que los organizaba. En Nochebuena, se celebraba la Misa del Gallo y, tras ella, en el salón de actos, nos juntábamos algunas familias para compartir algunos dulces y celebrar la Navidad. Recuerdo que más de un año se celebró en aquel salón de actos alguna de las primeras fiestas de Nochevieja del Badajoz que despertaba -donde lo pasábamos estupendamente- junto a cientos de actividades que aquel salón ha acogido a lo largo de los años. En la parroquia de San José voté por primera vez y en la parroquia de San José he recibido y despedido a amigos queridos. Puede que el templo no sea una maravilla histórica y monumental y la sobriedad de su aspecto transmita un mensaje de frialdad y puede que los años nos hayan apartado de aquellos tiempos que ahora la nostalgia recupera, pero hay una cosa cierta: la felicidad también pasa por no olvidar jamás los lugares donde fuimos felices y nos sentimos vivos e invencibles. Como en aquella parroquia de San José donde se vivía en comunidad y nos convertíamos en mejores personas.