En apenas cuatro estrofas y veinte versos, el poeta uruguayo Mario Benedetti resume la vida. De niños, los viejos tenían treinta años, el océano era un charco y la muerte no existía. De jóvenes, los viejos tenían cuarenta, el océano era una estanque y la muerte una palabra. Nos hacíamos adultos y uno de cincuenta era un anciano, el océano se había convertido en lago y solo se morían los otros. Ahora, cuando somos veteranos, hemos dado alcance a la verdad, el océano ya es el océano y la muerte empieza a ser la nuestra. Nos damos de bruces con el sentimiento trágico de la vida que no es otra cosa que la constatación de que vivir es lo más hermoso pero, al mismo tiempo, lo más corto, doloroso y contradictorio. La mayoría se casan y se reproducen, tienen un perro, varios coches, una o dos casas, juegan al pádel, van al gimnasio, cenan o comen fuera una vez por semana, tienen un grupo de amigos, veranean, trabajan los dos y casi siempre tienen problemas, no alarmantes, con alguno de sus hijos. Pero sobrevuela un vacío: se fueron las fuerzas, se agotaron las ilusiones, el optimismo destila realismo y todo nos parece más cansino.

El paso del tiempo es una sobredosis de melancolía. Descubrimos un dolor nuevo en el cuerpo a diario, cada vez nos interesan menos las batallas, solo intentamos sumar jornadas, ignorar a los enemigos, intentar que las cosas salgan y alumbrar algún gesto, algún amor que devuelva la revolución a nuestra alma. Alrededor van quedando huecos, espacios de soledad, imágenes que ya se fueron y recuerdos de cuando queríamos comernos el mundo sin saber, entonces, que el mundo acabaría por devorarnos. Benedetti lo tituló “Pasatiempo” y no deja de ser una ironía que afrontemos el paso del tiempo casi como un divertimento. Esta semana cumplo años y la única sensación que experimento es que los años pasan demasiado deprisa y me falta tiempo para pasar el tiempo.