Hacer una crónica de toros supone contar con ecuanimidad lo sucedido, pero también contar lo que uno siente. Lo que uno siente, porque el toreo es sensibilidad, pero al fin y al cabo algo que es difícil de explicar porque se escapa visto y no visto. Y sin embargo, fácil de percibir por quien esté predispuesto a ello, por quien sea capaz de comprender que el toreo es un arte de suprema inteligencia, pero a la vez algo que embriaga por la sublime belleza que destila.

En la corrida de Núñez del Cuvillo hubo de todo, y debió de haber más. Para empezar, hay que decir que debió de estar mejor presentada pues, salvo el cuarto toro, fue muy chica y Badajoz merece más.

En cuanto a comportamiento, los cuvillos han perdido respecto a otras temporadas no tan lejanas. Ayer tuvieron bondad, se movieron en conjunto, pero transmitieron lo justo. Vamos, que se podía pensar que ante ellos no era complicado estar.

Uno se descubre ante Morante de la Puebla. Uno no canta el arte por el arte, desprovisto de fundamentos. Lo que uno canta es el arte de un torero diferente que ante el toro se siente, se expresa, y torea con todo su cuerpo, y también con toda su alma. Uno canta al valor de este torero, a la naturalidad con la que se conduce y, aunque no se perciba, a esa técnica tan sutil y tan magnífica, a esa técnica que le permite hacer un toreo tan delicado y tan hermoso.

Hago este introito porque la lidia que Morante dio al cuarto, el toro más cuajadito del encierro, un toro muy noble pero que no acabó de romper, estuvo llena de detalles y de algo más. Disfrutamos de unas chicuelinas muy diferentes de las adocenadas de hoy. La chicuelina del de La Puebla, que se engrandece justo al final del embroque, cuando Morante juega la muñeca de la mano que torea. Paladeamos los detalles, esos remates, esos ayudados insuperables. Y los naturales de frente, aquellos que ya en el tramo final de su vida nos contó Manolo Vázquez que se le ocurrió darlos porque él quería poner el toreo -que estaba de perfil- de frente. Y antes algunas series magníficas por la cadencia y el regusto que destilaban. Paseó una oreja, y eso es lo de menos. Su primero se rompió una pata y nada pudo hacer.

LOS EXTREMEÑOS Miguel Angel Perera era el segundo alternante. Un Perera ya muy asentado con el capote, con fantasía a veces, como cuando lanceó al quinto como si lo hiciera con una muleta, a una sola mano. Un torero rotundo que ayer tuvo que poner la sal que sus toros no ponían. Un Perera grande con la muleta, dueño de un sentido del temple más que bueno, y de un concepto del toreo puro por largo y profundo.

No tuvo toros y a pesar de ello le cortó las dos orejas al quinto, un animal que decía muy poquito pero al que fue capaz de tirar de él y prolongar su sosa embestida. Previamente dio cuenta de otro astado muy desrazado, sin ritmo ni celo.

Talavante completaba el cartel. Un torero ya maduro, ya casi torero de toreros por lo que aportan unas muñecas soberbias. Esas que le permiten gobernar las embestidas a modo, generalmente hasta el final y hacia dentro. De de ello dio buena muestra ante el mejor lote de la tarde, ante un primero muy chico pero con celo y clase, alegre y repetidor, al que hizo una faena larga y sin altibajos, profunda en cuanto al toreo fundamental en redondo.

Algo que repitió ante el sexto, otro toro también de pastueña embestida aunque a menos al final, de poca emoción pero al que supo llevar, vaciar con los vuelos de la muleta y ligar. Vimos a un Talavante en sazón.