En tiempos de demagogias y banderías, de chaqueteros y correveidiles, de sucias patrañas y discursos pueriles, donde ni los medios ni los periodistas se salvan en esta jungla de asfalto donde todo el mundo se muere por poner la cuchara en el plato adecuado, va quedando claro que el buen juicio está en peligro y en auge la España a palos aderezada por el estercolero de las redes sociales y las noticias falsas y alimentada por unos tipos sin escrúpulos que resultó que no venían a regenerar la vida política sino a pegar codazos para encontrar su sitio en el sistema o, mejor aún, reemplazar en mejores condiciones, por supuesto, a los que sin falta debían ser jubilados, como poco, porque lo suyo -no los suyos- es que entraran en prisión.

Sostengo desde hace tiempo que tres grandes motores impulsan el mundo real: la pasta, la jodienda y el ego. Dejemos para otro día lo relacionado con los placeres del cuerpo y la mente para centrarnos en la corrupción almibarada de una clase política que, sin corromperse a la vista del código penal, sí ha logrado poner su moral al borde del abismo. Durante años, hemos observado a pseudopolíticos en portadas siendo juzgados y entrando en la cárcel por quedarse con la pasta pero qué poco sabemos de aquellos que llevan toda vida viviendo de la política (o recién llegados, tanto monta), que nunca dan un paso en falso, con sueldos de cien mil euros al año solo por llevarle el yogur al jefe antes de ir a dormir, por pasar desapercibidos o, lo más grave, por transmitir soflamas, bravuconadas y naderías, con casas de más de cien millones de pesetas, que lo entendemos mejor quienes ya tenemos una edad, sin saber cómo han ganado tanto en tan poco tiempo y sin tener nada y con retiros dorados que insultan la inteligencia.

Políticos cuyas vidas laborales ocupan menos que un billete de metro y que tienen que buscarse la vida en el partido, da igual la ideología, porque hay que seguir comiendo. No censuro que tengan que comer, censuro que den lecciones de moral, de política y de lo que sea, como si tuvieran que justificar que están donde están, que viven donde viven y cobran lo que cobran porque no tienen ningún lugar al que volver. Efectivamente, Irene, y no solo lo digo por ti, las perras, o sea, «este modelo económico es incompatible con la vida».