Como soy zurda nunca aprendí bien. En el colegio, en clase de costura, me daban la tela con la labor empezada y yo, nada más llegar al pupitre, le daba la vuelta y seguía con la mano izquierda, puntada tras puntada, mientras me apretaba la nariz una pinza metálica del pelo. En mi particular asociación de ideas cuando pienso en la tela, el hilo y la aguja siempre aparece la pinza. Era pequeña, no había hecho aún lo que entonces se llamaba Ingreso, ese curso que separaba la Primaria del Bachillerato. La monja se sentaba en una mesa situada en alto, sobre una tarima, y las niñas nos acercábamos con nuestro retal blanco. No sé de dónde la sacaba, pero invariablemente aparecía en su mano la pinza que colocaba presionándome las ventanas de la nariz con el objetivo de que no se ensanchara porque "tienes las narices como los negros" me decía. Y así pasaba el resto de la hora, puntada tras puntada, cosiendo de izquierda a derecha mientras cabalgaba sobre la nariz la pinza metálica. Digo yo que quizás de esos lances me venga la costumbre de respirar por la boca.

En estos recuerdos andaba mientras el sábado por la tarde cosía. No suelo ponerme a ello, pero tenía dos vestidos a los que debía subir el dobladillo. Son del año pasado y ahora se llevan más cortos. Como además de finas aletas nasales aún conservo cierta posibilidad de lucir piernas, me senté rodeada de alfileres, tijeras, aguja e hilo.

Decía que nunca aprendí bien porque soy zurda, pero tengo genes paternos de chapucilla y, aunque no apto para el examen de la suegra, conseguí un aceptable resultado.

Tardar, tardé varias horas, pero al terminar me arreglé y salí contenta a la calle con mi falda corta. Al volver a casa recordé que, en un cajón del aparador, estaba un mantelito individual color verde en el que en aquellos lejanos años bordé una campana.

Allí estaba. Fatal. A la dificultad respiratoria achaco el sinuoso trazado de la cadeneta.