Resulta que ese tipo de cerámica, de la que escribí en mi columna pasada, aparecida en Córdoba en la segunda mitad del siglo X y en el resto de las capitales de Al-Andalus a comienzos del XI, pasó a convertirse en la más típica e imitada del Mediterráneo occidental. Se copiaba en todas partes, con distintas formas y composiciones decorativas. Y con distintas técnicas, pero iguales colores. Mantuvo la supremacía hasta por lo menos la Baja Edad Media. La suplantó por influencia, primero, del sultanato nazarí de Granada y, después de la Corona de Aragón, la loza dorada. Producida en Málaga y, luego, en Manises. Era el colmo del lujo. Parecía de oro y permitía soslayar la prohibición islámica de usar vajilla de ese metal o de plata. Pues bien, el Renacimiento vino a sustituirla, en Italia, con unos tipos más coloridos y pictóricos. Con un estilo más figurativo, representando escenas muy variadas, también mitológicas. El fondo de los grandes platos ya no era estático, como antes, sino mucho más dinámico. Y la paleta de colores era más rica. Como en la pintura, salvando las diferencias. Tuvo un éxito enorme, pero en la península Ibérica las tradiciones alfareras estaban muy arraigadas y los mercados se resistían a aceptarlas.

Fue Niculoso Pisano quien introdujo en Sevilla aquellos nuevos modos. Consiguió, nada más ni nada menos, que trabajar para el Real Alcázar. El encargo podía consagrar a cualquiera, porque todo el mundo de la aristocracia, de la burguesía y de la Iglesia quiso imitarlo. Y el renacimiento cerámico acabó por imponerse. Eso no quiere decir que las producciones tradicionales desaparecieran de pronto, pero la moda es la moda. Fue entonces, hace ahora quinientos años cuando la Orden de Santiago encargó el retablo del monasterio donde reposaban los restos mortales de Pelayo Pérez Correa, gran maestre de la orden. Hemos sido muy afortunados de poderlo conservar, gracias a una profunda restauración. Son pocas las obras llegadas a nosotros salidas del taller del maestro italiano. No ha sido mala idea hacerle un homenaje. Estamos necesitados de efemérides fundamentadas que no solo sean guerreras. Y de hacer conocer un lugar tan espectacular como el Monasterio de Tentudía.