Si ha habido un tema estrella esta semana en nuestro país, tanto en la opinión pública como en la publicada, también por supuesto en redes sociales, ha sido el famoso master de la todavía presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes.

El asunto tenía todos los alicientes para convertirse en el culebrón mediático que está siendo: una presidenta adalid de la lucha contra la corrupción pillada, por lo que parece a todas luces, en una falsificación de un título. Y de paso el destape de todo un entramado -que no digo yo «trama» como calificó el asunto el señor Rivera en Onda Cero- de amiguísimos, chantajes y etcétera en la Universidad Rey Juan Carlos (URJC). De hecho, el líder de Ciudadanos extendió aún más la sombra de duda hablando de esclarecer si existen «otros casos como éste» en el resto de universidades públicas.

Y es ahí donde creo que radica la importancia de todo lo que está pasando en este asunto: el desprestigio generalizado de nuestro sistema universitario. Porque al final los políticos, por un motivo u otro, tienen fecha de caducidad. Pero la universidad no sólo está y estará, sino que es la base que sustenta el desarrollo de cualquier sociedad civilizada, democrática y con perspectivas de futuro. Nada más y nada menos que la formación de nuestros hijos.

Y no estoy hablando de mirar hacia otro lado, no. Sino todo lo contrario. Que se investigue, que se denuncie, que se esclarezca. Que salga a la luz cualquier situación, voy a llamarla «anómala», que pueda estar sucediendo en las universidades públicas españolas. Prefiero quedarme con la parte más positiva del «mastergate» de Cifuentes: la posibilidad de borrar cualquier rastro de dudas sobre el sistema universitario para que recupere el prestigio que no se sí algún día tuvo.

Se lo merecen tantos y tantos profesores que estos días se avergüenzan de serlo. Los alumnos que diariamente se esfuerzan en las aulas. Nos lo merecemos todos.