Él la dejó dormida. Apenas se movió cuando abandonó la cama, las sábanas arrugadas moldeaban su silueta, el pelo revuelto sin embargo no dejaba ver nada salvo una boca entreabierta. Una gota de saliva dormía en la comisura de sus labios. Se ataba los zapatos desde la butaca de enfrente sin dejar de mirarla. Se acercó para besarla, despacio, sobre la palma abierta y confiada de su mano. Depositando, bajito, un bonjour, sigue durmiendo, aún es temprano. Sin recibir más que casi un gruñido a medio hacer, que asentía, perezoso, sin fuerzas siquera para un je t’aime. Antes de salir se volvió una vez más. Hacía apenas unos pocos meses que la conocía.

Un par de viajes habían bastado para que su voz, grave, no le produjera sorpresa y se instalara en su oído y en su costado cada noche. Ahora, cuando andaba por su país, sin ella, descubría las manos enfundadas en los bolsillos, sin rumbo, perdidas también, sin sus caderas. Hace frío y la niebla esfuma los contornos de París. Se detiene. Un instante, inspirándola, como sin darse cuenta, había aprendido a hacer desde que la conocía, siendo consciente del gozo minúsculo que cada minuto esconde. Entra en la Iglesia y se sienta atrás. El órgano impone su silencio, majestuoso. Cae a plomo, perfecto, sobre los pasos que resuenan en el mármol y el rumor de los saludos. Se musitan las oraciones, que él pronuncia en otro idioma, coincidiendo solo en el Amén. Las palabras, hermosas, sencillas, arropan el espacio, detienen el aire para que la vela, la primera del Adviento, permanezca encendida. Y las manos también, luminosas, avanzan hacia el de al lado, se abren, se acogen, dándose la Paz. Estallan las campanas y la música de Händel y el día se abre. Y el Sol les recibe como si de la estrofa final se tratase, in crescendo, hasta el culmen de su belleza.

Entra silbando El Mesias, enarbolando la bagette y las flores como una batuta, muele el café y lo prepara, espumoso, caliente, hasta casi rebosar el borde de porcelana. Unta el pan en mantequilla, desenvuelve los croissants, abre un pomelo, llena la jarra de agua fresca y un antiguo tarro de confitura con el ramo de peonias. Pone la música tan alta que cuando entra con la bandeja, ella ya está despierta. Se miran. Sonriéndose. Llenos de luz. Feliz Adviento mon amour.