Ayer encendimos la chimenea, salimos al campo, cerquita, a coger ramas, a acariciar el musgo alegre como la lluvia, suave sobre las rocas. Los caminos olían a leña, a brasero y a tarde recogida. En la cocina, mi madre fríe papajotes y los espolvorea de azúcar y canela. Se seca las manos con un paño que era de su ajuar. Y con sus iniciales bordadas, el ingenio de su padre, la bondad de su madre y la memoria intacta, merendamos juntos sabiendo que es un regalo tenerla, tenernos. Es el primer domingo de Adviento. La calle se llena. Inspirada, sueña. Como si llegara un viento del sur. Se nos cuela dentro y nos deja en los labios una sonrisa cándida como de confitería, de escaparate antes de Reyes. Llega como hace cada año, sin darnos cuenta. Despacio. Cálido. Igual que la buena lana, abriga sin pesar. De puntillas, sin ruido, se aúpa asomándose a nuestras entrañas, nos mira. Nos miramos entonces. Deteniéndonos, sorprendidos después de tanta prisa.

Solo hace falta estar despierto. El corazón abierto. Las manos abiertas. Las puertas abiertas. Abiertos al otro. Sin fronteras. Encalar la casa y el alma, para que el Amor la coja limpita y se nos instale. Le dejamos unas zapatillas de franela a los pies de la cama. Y un vaso de leche tibia en la mesilla. Le hablamos bajito, contándole nuestras cosas: las penas, las curas, las cuitas, los afanes. Y sabiendo el frío que hace fuera, nos acurrucamos a su lado, rezando para que nunca se vaya. Tiempo de espera. De llegadas. De volver. La Luz de la entrada queda toda la noche encendida para alumbrar el camino. La primera vela del Adviento tiembla, musita consuelo, prende de recuerdo la mirada. Por dentro nos mece su vaivén de esperanza.

(*) Abogada