Vieja y tahúr, zaragatera y triste; esa España inferior - y también miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora. Y si no lo ignora, porque sabe de su existencia, ya que los otros, los de fuera, le regalan sus oídos aclamando al genio, hace como si no fuera con ella, cumpliendo el trance como un mero trámite, como quien, para acallar conciencias y etiquetarse como Eco, pinta carriles bici atravesados por señales de trafico que hacen imposible su circulación. Llega el 23 de abril, como todos los años, pero en este se conmemora el 400 aniversario de la muerte de Cervantes. Otro abril, el del 14, a dos años vista, el rey Alfonso XIII firmó un Real Decreto para velar y "conmemorar dignamente el tercer centenario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra". Y aquel buen e ilustrado propósito tiene aún más valor si pensamos en la España desolada de aquel año en el que se inicia la I Guerra, en que éramos un país económicamente atrasado, apenas recuperado del Desastre del 98. Un país triste, pobre y en derrota. Por el contrario, ahora parece brillar este nuevo mundo de redes sociales, rápido y fulgurante, rico en comisiones, exposiciones itinerantes con famosos y mediáticos comisarios ... y sin embargo de nuevo nos abate la pereza, la desidia, y la provisionalidad propia, además, de un país en funciones. Poco más que algunos actos, ya antes de nacer ajados, se revisten de papel de regalo brillante y purpurina, en lugar de hacerlo de recio paño español, austero, sobrio, pero rotundo, de una vez. Se echan en falta pues, celebraciones grandes, como las que el Reino Unido lleva desplegando hace tiempo, sin prisas, ni improvisaciones, ni plazos cumplidos, para conmemorar a Shakespeare. Allí un primer ministro se erige como valedor, abanderado de su reconocimiento y se inauguran unos Juegos Olímpicos declamando sus versos, majestuosos, casi sagrados, ante un público estremecido y reverente, orgulloso, en silencio. Ay tierra ingrata y fuerte. Si no fuera porque dicen que descansan sus restos en el convento de las Trinitarias de Madrid, podríamos citar a Publio Cornelio Escipión, el Africano: "Ingrata patria, ne ossa quiedem mea habes (Patria ingrata, ni siquiera tienes mis huesos)".