La democracia tiene muchas ventajas y como sistema político es insustituible, pero, como obra humana que es, tiene imperfecciones. Una de ellas son los privilegios de que gozan algunos políticos. Las pensiones desmesuradas de los expresidentes del Gobierno --desmesuradas porque son vitalicias desde el momento en que cesan y porque son tan excesivas que superan incluso el salario del presidente en activo-- han vuelto a ponerse bajo la lupa pública en estos momentos de crisis general y de llamadas a la ciudadanía para apretarse el cinturón, efectuadas también precisamente por quienes disfrutan de estas pensiones millonarias, inexplicablemente compatibles con ingresos --igualmente millonarios-- procedentes del sector privado.

Para la mayoría, por no decir para todos, resulta escandaloso que Felipe González y José María Aznar puedan compatibilizar tan jugosas pensiones con sus elevados salarios en compañías privadas, cuando el resto de los ciudadanos jubilados no pueden percibir salario si perciben pensión. Pero es que ni aunque no tuvieran ingresos privados deberían tener pensión pública vitalicia desde el momento en que cesan en sus cargos, como nadie tiene pensión vitalicia cuando queda en paro. El subsidio de desempleo que percibe el trabajador que queda en paro tiene su equivalente en el subsidio que perciben los expresidentes y que sólo debería durar el plazo suficiente --dos, tres, cuatro años-- para el reingreso en la actividad privada --que, como se ve, no se les da nada mal--, o en el puesto o en la actividad profesional que ejercían antes de ser presidentes. Pero mantener, y más hoy, cuando se pretende que los trabajadores cobren pensión a partir de los 67 años y después de décadas trabajando, las prebendas de los expresidentes del Gobierno y otros privilegios análogos en el resto de las instituciones y los niveles de representación, no solo es una injusticia, sino un escándalo inadmisible.

Los expresidentes, y los cargos representativos, deben jubilarse a la edad que marca la ley y cobrar pensión entonces, como todo hijo de vecino y con idénticas incompatibilidades. El problema es que las normas que regulan estas cuestiones las aprueban precisamente los que luego son sus beneficiarios. Esto es otra imperfección de la democracia que, con todo, ojo, sale muchísimo más barata y es mejor que la dictadura.