TStalí el otro día pitando de la catedral. La combinación del frío de dentro con el sol de fuera me dio miedo. La verdad es que soy un poco/mucho tiquismiquis con la climatología. Nada parece irme bien. Si llueve, como les he contado recientemente, me enmohezco; si llega el calor de julio y agosto puedo morir boqueando en busca de aire fresco y me paso la canícula mojándome la cabeza porque se me recalienta, como los coches de los sesenta que echaban humo cuando se les rompía la correa del ventilador. Lo llevo mal, peor cada año. En primavera comienzo a estornudar porque me había vuelto alérgica, y en marzo- me encanta cuando sale el sol en marzo. Es perfecto para pasear o tomar algo en una terraza. Eso hice y me constipé. Sabía que era malo el sol de finales de invierno, pero fue tan solo un ratito.

Nariz entrapada, boca reseca, fiebre y ojos llorosos. Luego, a los dos días, el catarro se bajó a los bronquios. Es el pago por unos escasos diez minutos de placer. Poco a poco, con la adecuada medicación, me fui curando. Y este domingo, cuando aún me asaltaban algunos accesos de tos y queriendo agradar a mis suegros que han venido a visitarnos, los acompañé a la catedral. En la espléndida mañana de sol entramos en el templo para la misa de doce ¡Qué frío! Sentados en los bancos a la espera de la celebración eucarística, a cada minuto estábamos más ateridos. Pensé que al salir con los huesos helados hasta el tuétano y con el sol de medio día cayendo con fuerza en la plaza, íbamos a acabar todos en el hospital con neumonía. Avisé a mis suegros y salimos deprisa de tan heladores muros. Picaba el solecito, y temiendo por mis bronquios, busqué rápidamente una sombra. Terminamos en Santo Domingo, bueno ellos, que a mí, aunque esos muros son más delgados y el interior del templo menos frío, me seguía dando miedo el contraste a la salida.

He vuelto a toser. Supongo que no salí lo suficientemente rápido de la catedral.