Había muchos coches ya aparcados y seguían entrando. Hacía al menos siete u ocho años que no iba al mercadillo de los martes. Supongo que en mi anterior visita la afluencia sería similar o puede que mayor, pero iría con prisa, pensando en otras cosas y no me fijé. Ayer me preguntaba cómo era posible que en plena jornada laboral tanta gente deambulara por los puestos, preguntando precios y comprobando tallas a ojo de buen cubero. Es cierto que el paro es considerable y hay gente sin nada que hacer, pero me da en la nariz que bastantes de las personas con las que me cruzaba se habían escapado del trabajo y, por la hora, habían aprovechado para hacer sus compras alargando el tiempo del desayuno a pesar de que, la mayoría, seguro que tenían las tardes libres y podían emplearlas para abastecerse de todo aquello que necesiten. Pero así somos. El mercadillo nos resulta agradable. Puedes comprar frutas y hortalizas del tiempo y de la tierra, puedes gastarte unos euros en algo que no te hace falta y que acabará, a la vuelta de pocos días, arrumbado en el armario, y puedes regatear. Nos encanta, es la herencia mora que aún llevamos en la sangre. Nos gusta ese batiburrillo de tenderetes, también herencia de los zocos de antaño. Sí. Nos gusta y por eso, estoy segura de que más de una o uno se había escapado. Es cierto que pueden ir al que se organiza los domingos, pero no; es mejor hacer novillos y arañar unos minutos o una hora al trabajo. Así somos. No imagino a alemanes, suizos, suecos o --incluso-- franceses, de compras durante su jornada laboral, pero aquí las cosas se hacen de otra manera.

Puede que muchos de los que allí había fueran parados, que otros fueran amas y amos de casa haciendo su compra diaria, pero ya les digo, me da que otros muchos fueran trabajadores produciendo para ser más competitivos.

Así somos.