Debía tener la oreja caliente. Cuando llegué estaba ya hablando y colgó un momento antes de marcharme. Una conversación viva y a todas luces privada. Unas cuantas personas fuimos formando fila ante el mostrador tras el que la mujer continuaba enfrascada en su charla. Terminó apercibiéndose de nuestra presencia y, sujetando el auricular con la cabeza, fue cogiendo papeles y tarjetas. Si le hacían una pregunta, se despegaba un instante del teléfono y respondía rápidamente para continuar con su plática.

No era un organismo oficial, sino una compañía privada. Pensé que si le pagaran por productividad el sueldo sería bastante escaso, y también que personas como aquellas no nos hacían ningún favor al resto de los trabajadores. Ya no se puede decir eso de en todos los trabajos se fuma , pero ustedes entienden lo que quiero decir. Lo que acababa de presenciar no entraba dentro de lo que consideramos un momento para relajarnos. Era una manera de estar, algo que se percibía como un hábito.

Sobre la productividad seguí cavilando. Estoy en desacuerdo con el incremento salarial en base a ese concepto porque, digan lo que digan los empresarios, es difícilmente cuantificable, porque es muy discrecional y acaba dependiendo de lo bien o mal que le caigas al jefe y porque, al final, habrá quien quiera confundir la productividad del trabajador con la facturación de la empresa. En fin, que prefiero el incremento salarial unido al IPC y no a algo tan confuso y manipulable. Ya hemos tenido bastante. No quiero también una modificación en ese sentido. Por eso, cuando esperaba en la cola a que la mujer parapetada tras el mostrador se dignara a hacer su trabajo, interiormente la culpé de hacerles el juego a quienes ya intentan convencernos de la bondad del discurso de Merkel .

Si terminamos tragándonos ese sapo, seguro que se quejará sin llegar a darse cuenta de que ella ha contribuido al cambio.