Al mundo solo lo ve por un cuadradito. La ventana del tejado sobre su mesa. El móvil que se abre cuando la cara de su madre aparece. La televisión que se enciende cuando el virus se transparenta. Las nubes la recorren casi por entero, solo sus pies quedan fuera del trayecto. Los trayectos eran tantos... Echa de menos adivinar el destino de los aviones. Ha crecido una mata en una teja. Cubierta de musgo. Los días son largos. Y cortos. Es como encender una hoja de periódico enrollado para prender el fuego de la chimenea. Una chispa intensa. Un rumor negro que se apaga. Tiznado y raudo. Qué largas se hacen las horas, sobre todo de la tarde, cuando el tiempo se ha ido acumulando sobre ellas, como la ceniza. Ya no se recrean recordando qué era de ellas en otro espacio, en compañía de quién se apresuraban, cuál era el afán que nos impulsaba a querer estirarlas más, forzando su cabida, engañando a la noche para que no supiera que había llegado. Se han vuelto ellas. Han vuelto a la infancia. Al mundo real. A cuando los recién nacidos respiran con el abdomen, bostezan con todo el cuerpo y saben nadar sin que el agua les asuste. Antes del olvido. Vírgenes. Un ovillo y dos agujas. Sin empezar. Te miran sin siquiera expectación.

No hay vivencias parecidas, quizá traigan algo del perfume de las vacaciones, cuando éramos chicos y no teníamos la noción de que vivíamos en un paréntesis. ¿Queda mucho, queda mucho? Los viajes, la hora de la siesta, la digestión... No existía la medida, ni el antes, ni el después, solo la inmediatez del presente. Saltar las olas. Construir un castillo con foso. Un cucurucho de dos sabores en el Paseo. Así se presentan ante nosotros, los minutos, los segundos. No están hechos de espera. Sino de ahora. Como arcilla. Y uno no alcanza a comprender eso de que puedes hacer con ellos lo que quieras, sin sentir una punzada de abismo en el estómago. La libertad se escribe en primera persona del singular para poder convertirse en nosotros. Aprenderla en minúsculas, en redondilla de cuadernos Rubio, esmerándonos en los rabitos de las letras, en cada pequeña cosa, regalándonos el milagro de un instante.