Se tapa la boca; otro, detrás, vuelve la cara como cuando instintivamente nos golpea el rechazo. Se desgranan las cuentas del asombro como las de un rosario cadencioso, resignado, rezado a la caída de la noche. Nadie esperaba el no a la Paz. Las fiestas habían engalanado el domingo de colores y cumbias, que se bailaban moviendo las mujeres su falda con movimientos suaves, como pasando las paginas. Pero se quedaron intactas, detenidas, boquiabiertas. Las manos, en la danza, entrelazadas, se separan de golpe. Mudas. El mismo domingo, pero gris, sin luz, unos húngaros abrigados abren los periódicos casi trémulamente, y la fotografía es de quien ya de nada se sorprende. Una plaza en Budapest, con las hojas de los arboles también mudando el color, se sonroja con un cartel: “¿Sabía que los atentados de París fueron cometidos por inmigrantes?”. Y desde aquí exclamamos bien fuerte, desconcertados, consternados por la respuesta.

Pero el resultado es inesperado también para quien llamó a las urnas y a la construcción de un nuevo muro; por escaso, por no suficientemente contundente en cuanto a la escasa participación de sus indignados. Porque la indignación salta de un lado o a otro, diferentes causas, o la misma, diferentes orillas desde donde lamentarse o desde donde levantarse. Diferentes miedos.

Apenas un par de meses antes, el estupor, la confusión chirriaba el paso en el parqué de las Bolsas, los ministros, oscuros, cabizbajos, auguraban en los corrillos malos tiempos para las finanzas. Se sobresaltaban los españoles que trabajan al otro lado del canal, rumiando desigualdades sociales.

Nosotros, aprendices del pasmo, nos hemos convertido en severos jueces sobre problemas ajenos, complejos, que necesariamente guardan en sus cajones al menos dos lecturas. Que necesitan un repaso, varios. Y mucha generosidad a la hora de afilar el lápiz, corrector implacable de la paja ajena.

Encarguemos una dosis de sales para los convocantes de referéndums y muchas de la sabiduría del bueno de Atticus Finch, que, siempre sugería ponerse en los zapatos del otro, como única medicina contra el despropósito. H