TNto sé lo que esperaba. Ni impacto ni decepción. En las diversas incursiones por Francia, nunca había enfilado en esa dirección. Lo tenía en la mente, con un halo de misterio. Era lo prohibido, la transgresión. Cosa de gente algo mayor que yo y, desde luego, con la mente más abierta, menos provinciana que la mía. En el año 70 tenía dieciséis años. Era demasiado joven para ciertas cosas en esa época y para la educación recibida, pero fue ese año cuando, por primera vez, oí hablar de Perpignan como de la meca de lo prohibido. Un par de años después, ya estudiando en Madrid, los vientos de la capital impregnados de otras formas de ver y entender la vida, comenzaron a impactar sobre esta cabeza educada en la pequeña ciudad. Fueron tiempos de desconcierto, de derrumbe y reconstrucción. Cimientos en los que elementos de la educación recibida se mezclaron con los nuevos que me llegaban desde el ámbito de la universidad. De nuevo Perpignan. Conocí que fue ciudad de acogida de republicanos exiliados tras la guerra civil, y más tarde, punto de peregrinaje para los progres españoles que cruzaban la frontera para empaparse de modernidad, de todo lo que aquí no llegaba. Pero yo no fui. Nunca me uní a los viajes iniciáticos de los peregrinos. Quizá por miedo en unos años en que aún estaba húmeda mi nueva cimentación. Luego la libertad rompió todas las cadenas y llegó lo que nos estuvo vedado. Entonces, luego, ahora. Después de cuarenta años he puesto rumbo a Perpignan.

No sé lo que esperaba. Ni impacto ni decepción. Una ciudad media, ni muy grande ni muy pequeña, agradable de ver y de pasear, con sus monumentos y su historia, imbricada en su pasado con Cataluña y Aragón, pero nada más. Nada sentí, ninguna sensación me invadió.

Enfilé la autopista hacia la Junquera sabiendo que había llegado tarde, que todo tiene su momento y que el mío, hacía mucho que pasó. Lo que no vives, no lo puedes recuperar después.