Los que defendemos el laicismo del Estado tenemos que estar agradecidos al ministro Wert. Imponer la religión como materia escolar obligatoria es hacerle un flaco favor a la religión y contribuir a su definitiva decadencia. El ministro de Educación, pretendiendo defender la religión, en realidad trabaja en beneficio del laicismo, del mismo modo que el muy monárquico yerno del Rey trabaja a favor de la República. Ningún laicista y ningún republicano han hecho tanto por su causa en los últimos años como Wert y Urdangarín, respectivamente. Entre las generaciones mayores, el número de los que todavía son adeptos a la religión en España decrece a ritmo vertiginoso, por dos causas de efecto aplastante: porque el resultado de la labor de los que administran la fe y del Gobierno que los apoya es cada vez más nefasto para todos, incluidos los creyentes; y porque, por ley natural, los mayores no tardarán mucho en desaparecer. Y ahora, cuando el rebaño va quedando tan menguado a causa de estas dos plagas abrumadoras para la religión, díganle los obispos y el Gobierno a las nuevas generaciones llamadas a sustituir a los últimos creyentes que van quedando, es decir, a esos chavales obligados a estudiar religión por narices, cuya evaluación tendrá un papel importante para la nota media de sus estudios y para obtener beca, que pasen a formar parte de la grey.

Si la religión sirviera para algo colectivo -para el individuo puede servir, en la medida en que eso sea un consuelo o un apoyo para cada cual-, es decir, si los principios que establece la religión fueran respetados por los que la predican, la propagan y la sostienen, el mundo no funcionaría como funciona y esto no sería un valle de lágrimas sino el jardín del Edén. Su gran fracaso es la prueba de que la religión es una excusa para imponer el poder propio desde la imposición de la propia fe. Quien impone su fe, como hace el ministro Wert y compañeros martirizadores de este Gobierno, es porque ni ellos mismos se creen lo que predican, excepto en que eso contribuye a hacerlos poderosos. Pero están equivocados por completo. Estas imposiciones son otra prueba de su debilidad y el anuncio de que, ni ellos, ni sus ideas, ni su religión, ni esa materia escolar de nuevo inicuamente obligatoria, van a prosperar en cuanto los españoles tengamos la oportunidad de expresarnos en las urnas. No se lo creen ni ellos, por mucho que digan que creen.