No entiendo los motivos por los que ningún representante de ninguna institución, ni municipal, ni provincial, ni regional, ni cultural, ni de ninguna asociación, ni de ningún colectivo, ni de ninguna peña flamenca asistió al funeral de Manuela Otilia Pulgarín, conocida por su nombre artístico, Rosa Morena. Cantante de renombre, precursora del flamenco pop, interpretó como nadie Échale guindas al pavo, cuya versión alcanzó las mismas dimensiones -en su momento y hasta nuestros días- de la Macarena de Los del Río. No entiendo que haya razones para no estar presentes, pues desde el momento en que se hizo público su fallecimiento en Badajoz, los mensajes de pésame y de reconocimiento en las redes sociales se multiplicaron y todos coincidieron en poner en valor su contribución a dar a conocer la tierra que la vio nacer en los lugares por los que paseó su arte, desde Latinoamérica a Nueva York, donde compartió cartel con Frank Sinatra.

Llegó a ser portada de la revista Interviú y el propio Camilo José Cela la bautizó como la Marilyn Monroe española, si bien el comentario que acompañó al apodo fue poco afortunado (irreproducible en estas páginas) y generó merecidas críticas entre el movimiento feminista de la época. Si estas manifestaciones del escritor se hubiesen producido hoy en día, el Nobel habría caído literalmente de su pedestal.

Rosa Morena decidió volver a Badajoz, donde ha vivido en su piso cerca de la puerta del Pilar rodeada de recuerdos. Hace 10 años el ayuntamiento le dedicó una calle en Suerte de Saavedra, cuyos vecinos sí han sabido y querido lamentar su ausencia. Pero con motivo de su muerte, nadie en el ayuntamiento ha realizado una proclama pública sobre su pérdida, nadie de la Concejalía de Cultura, nadie en nombre del Consorcio López de Ayala, en cuya terraza dio sus primeros pasos la estrella, nadie de la Junta de Extremadura, ni de la Secretaría General de Cultura. Ni qué decir tiene que a nadie se le ocurrió organizar una capilla ardiente en un espacio destacado de la ciudad. Y si se le ocurrió, no trascendió. Ninguna autoridad se acercó al tanatorio a dar el pésame a sus familiares y amigos, cuyo goteo ante la sala donde aguardaba su féretro fue continuo pero inmerso en soledad. Nadie apareció al día siguiente en su funeral y fueron pocos los artistas que acudieron. Un ligero pero sentido aplauso la despidió de la capilla antes de ser incinerada, acompañado de un «ole» que no se resistió a lanzar el cantaor Domingo Rodríguez el Madalena. No faltó la bailaora Rosa María Regueras, que no llegó a tratar personalmente a la cantante, pero de la que había oído hablar mucho a su padre y consideró que ella tenía que estar en su despedida, porque había sido y será siempre alguien muy grande, de quien su lugar de origen debía presumir. No ha sido así. Nadie aún se ha puesto en contacto con su familia para estudiar la posibilidad de organizar un museo con sus recuerdos. Nadie.

Solo los medios de comunicación extremeños han sabido estar a la altura, rindiéndolo honores y dedicándole el amplio espacio que merecía. Decía un amigo suyo que Rosa Morena era famosa pero ya no hay famosos, sino rostros de popularidad efímera que las redes aúpan sin el respaldo de una trayectoria contrastada. Rosa Morena se fue con la espinita de no haber recibido la Medalla de Extremadura. Ella era así. Abandonó prematuramente los escenarios, pero seguía vistiendo como una artista y expresándose como la artista que fue y nunca dejó de ser. Se ha rumoreado que se la concederán a título póstumo. Es solo un rumor, póstumo, que llega demasiado tarde.