En su libro La caza de los intelectuales, César Antonio Molina señala a Rousseau como un filósofo en contra de la cultura. Se basa en el Discurso sobre las ciencias y las artes del francés, donde las considera como «corruptoras de las costumbres». Un tipo capaz de escribir que «los hombres…serían mucho peor si tuvieran la desgracia de nacer sabios», deja claro que cree más en la isla y la selva que en la comunidad y la escuela. Seguramente, si le tocara vivir los tiempos actuales, quedaría horrorizado con toda esta fuente de desconocimiento y embrutecimiento generada por internet y consolidada por ese fenómeno cenagoso llamador redes sociales. Molina cree que «internet facilita extraordinariamente el acceso a la información, pero el acceso al conocimiento aún tiene que alcanzarse a través de los usos y las costumbres de siempre». O sea, leer, entender y comprender en medio de esta carrera de infamia, analfabetización y postureo donde la cultura, en toda su amplitud, es la principal perjudicada, con ejemplos que no dejan de sorprendernos por su estupidez. Ya lo pronosticaron hace casi diez años Lipovetsky y Serroy en su libro La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada, radiografiando una cultura invadida por la industria y el consumismo en vez de contribuir a explicar y entender el mundo, una cultura transformada en mercancía, sometida a los gustos del público y destinada al éxito inmediato y convirtiendo al creador en un productor de servicios. Mucha culpa de todo esto la tienen los medios de comunicación y su espectáculo, permitiendo que una rehala de incultos hablen de todo y de nada a través de megáfonos, haciendo de la televisión el nutriente radiactivo que ha de alimentar nuestras vidas. Por fortuna, quedan esquinas de resistencia a tanta basura mediática y pseudointelectual, donde el arte se abre camino en su majestuosa humildad y el artista no necesita ni la competencia ni los escenarios de cartón piedra para que se reconozca su prestigio y encuentre la libertad. La Noche en Blanco de Badajoz viene siendo anualmente una evocación rousseauniana (por su anarquismo del buen salvaje) y una batalla contra la cultura mainstream (por su singular universalidad). Aunque siempre queden algunos que necesiten oír lo de Rosencrantz a Hamlet: «Dinamarca es poco país para vuestro ánimo».