TAt veces, la vida. Ves la vida pasar con tanta rapidez que apenas tienes tiempo para recalar en los detalles. Y la vida son los detalles, los matices, los pliegues, las arrugas, las esquinas y recovecos de cada sentimiento que decide abandonar lo más profundo para situarnos frente a la melancolía más furtiva y asoladora. Un día, un mes, una estación cualquiera. Sábado, por ejemplo. Primero de octubre. Otoño. Badajoz intenta despejarse del largo verano y los escaparates y la moda muestran un frío invierno que hace mil años no tenemos. Nos pide el cuerpo campo, anocheceres sobrevenidos, montaña, largos paseos de frío, nieve a ser posible, lluvia lo preciso, abrigo y paraguas, sábanas de franela, botas katiuskas, tertulias de café, meterse bajo las faldas de la camilla y dejar que los pies convivan con el brasero.

Pero el verano aún se rebela y el primer sábado de otoño es como un día de verano. Las calles San Juan y Moreno Zancudo y la plaza Alta visten sus mejores galas que son las galas de siempre para plantar el sol en un cajón de sastre al que han dado en llamar rastro de antigüedades pero que ya es mucho más: el encuentro casi estudiado de baratijas e inservibles, de cronistas, polemistas y columnistas, de asombrados ciudadanos con ciudadanos acostumbrados. Y mientras hablan de tiempos pretéritos cuando esas calles eran la vida y los comercios y el bullicio y la fiesta y la alegría hacían pensar y creer que la vida era sólo eso, vida, auténtica vida, se entremezclan el griterío de un puñado de niños con el regateo de algún vendedor ambulante, la prédica de un charlatán de iglesia o de su particular iglesia con el acento portugués del que insiste con los aperos, los que se han citado por facebook con las miradas atentas de quienes por enésima vez realizan la visita guiada del caso antiguo.

Y los olores del Badajoz de siempre. El olor a café que sube desde San Juan para encontrarse con el olor a churros que espera en Zapatería. El olor a incienso de la Concepción que intenta mitigar el olor a podredumbre que desprenden las casas de quienes menudean con el alma de aquellos que se sienten definitivamente perdidos. El olor a bollo y merengue de La Cubana. El olor a destilería, flamenco y rezo de la plaza de la Soledad. El olor a caña y aperitivo de la plaza Alta.