El Reino de Badajoz albergó una corte de sabios y poetas que tejieron la cultura y el acontecer diario de aquella gloriosa Taifa de la que nos hablan las crónicas y va a ser verdad que ello ha calado en la personalidad, en la identidad de todo lo que es o huele a badajocense porque nunca se vio ciudad donde hubiera tanto sabio por metro cuadrado. Se dijo siempre de los poetas: en Badajoz, le pegas una patada a una piedra y te salen, sin pensar, una docena de poetas. Con los sabios, empieza a ser igual. El problema es que hay tanto sabio que acaban compitiendo por ver quién lo es más y, mientras dura la competencia, que suele ser toda la vida, no aceptan que los demás, sepan o no del asunto, tengan algo de razón.

Así, los sabios de Badajoz, que no intelectuales, que no vecinos, que no ciudadanos, que no personas, son sabios sabios, o sea, sabios, de toda la vida, sabios por encima de todo y de todos y, como sabios, se envanecen, los encumbran, se abandonan a su particular omnisciencia que creen omnipotencia y ya tenemos montado el lío. Porque los sabios, aunque ellos no lo acepten ni lo entiendan, deben tener claro dos cosas: una, que hay otras personas que también saben, incluso tanto como ellos (o más, aunque sea sacrilegio) y, la otra, que el hecho de que ellos crean que saben no quiere decir que sepan y, mucho menos, que estén en posesión de la verdad.

Esto viene a cuento por la extraordinaria circunstancia que se da en Badajoz: todo el mundo sabe de historia, arqueología, arquitectura, patrimonio, en fin, como pasa con el fútbol. Ahora resulta que el proyecto de la Alcazaba (en el que no entro, porque no entiendo), que digo yo que no lo habrá hecho ningún tonto, es malo y quienes lo han hecho no buscan más que el desastre para la ciudad mientras que el que proponen otros, redactado por ellos, no sólo es bueno sino que debe estar impregnado de la sabiduría de los dioses.

No hace falta saber de arqueología o arquitectura para comprender los efectos devastadores que la vanidad, la soberbia o la envidia, o todo junto, pueden tener sobre las personas, y descalificar a políticos o instituciones, despojándoles de la legitimidad que tienen, para arrogarse una autoridad y representación que nadie les otorgó, no es una llamada al diálogo o al consenso o la mejora sino al peor de los fundamentalismos: el que nace en el ombligo de uno.