Estas mañanas de niebla, la humedad nos sigue la pista hurgando las entretelas. Las peluquerías andan desiertas, con las chicas fumando en espera, oteando su horizonte en forma de escaparate, y el ¡Hola! o retocándose las uñas, sabiendo que ninguna señora querrá cardarse el pelo, ni ponerse los rulos, porque su peinado y su ánimo sucumbirán, en un plis plas, desecho como una aspirina esfervenceste. Andamos con cara de lunes aunque ya casi sea miércoles y el fin de semana se asome extendiendo su mano protectora como el cielo de Bowles. Me gusta la palabra trasiego, y me gusta mirarla de lejos, observando los afanes de otros, las importancias sin importancia. Atraviesan la plaza ensimismados en su móvil, en un ronroneo pequeño como si le contaran a la solapa del abrigo las afrentas en el trabajo, enfadados con su sombra. La cruzan sin ver. Sin detenerse y consolarse de sí mismos, con los ojos de un niño que se asoman a la bufanda, con el pasear ajeno de un mirlo que augura primavera, con los libros de viejo que mendigan un gesto de cariño, tan solos, tan perdidos. Ni un mes ha pasado de que los tenderetes de Navidad, desmantelados, dejaran el esqueleto de los arboles, de los días, a la vista, desnudos. El frío pareció de repente perenne y la soledad de la plaza soñaba, sonaba, con eco. Como esos silencios que son necesario poblar para no convertirse en agudas inconveniencias, en el lugar de los belenes han colocado misterios. Misterios, tesoros, refugio, abrigo, amigos, carreteras, desiertos, océanos, islas. Promesas. Paginas descatalogadas como los amores a los que ahora llaman antiguos, pero que son simplemente de verdad, de esos que dan sin esperar nada. Que se dan. Poco importa que huelan a polvo, que amarilleen los contornos, que anden las esquinas dobladas en una marca de otros, que queda, asumiendo su huella. Busco las dedicatorias, las firmas, las notas, los subrayados que en lugar de convertirlos en desecho, acrecienta el valor, extiende su historia más allá del Fin, se convierten en mi propia metaliteratura inventada. En los bolsillos se acomoda una versión para niños de los cronopios, unas greguerías ilustradas de Don Ramón y un Eça de Queiroz, cobijado por unas pastas enteladas en moaré, oscuro, profundo, como los poemas de Auden que me mira de reojo con su cigarro en la mano. Los voy acariciando, acompañada ya, por estos viejos compañeros de viaje, que como yo, andan algo deslucidos, pero llenos de historias que contar, que compartir, llenos de pasión por la vida. Sonrío, la niebla se abre, sale el sol.

*Abogada