Nos gustan los rumores y los cotilleos, sobre todo en provincias, en ciudades como ésta: un pueblo lleno de familias conocidas. Andar paseando por ahí lo que te han contado que alude seguramente a cualquier vecino tiene morbo. El cotilla tiene dos objetivos: reputación para él y deshonor para otros y, como suele tener éxito, lo normal es que lo consiga. Después, usa ambas, fama y descrédito para el otro, en campañas de todo tipo cuyo resultado es casi siempre demoledor para el elegido como víctima. Todos sabemos, incluso hemos sido partícipes de casos parecidos: te cuentan de aquel que se fue a vivir con uno y dejó mujer e hijos a la intemperie. Lo crees o no, pero pasas la bola y detrás había toda una compleja maniobra de descrédito en la que, sin saberlo, has colaborado. Pero más peligroso es caer en las garras del cotilla riguroso, el curioso fisgón que no se conforma con difamar mentirillas absurdas o pasar un rumor sin confirmar. Va a las fuentes y husmea los secretos. Porque lo peor que se puede hacer con un secreto es tenerlo. Siempre habrá quien espere el detalle acusador, la prueba definitiva para sacarlo y hacerlo correr. Con idénticos fines: fama para él y descrédito para otros. Cuidado si tienes un amante oculto o un oscuro negocio. Corres el riesgo de que se entere, lo destape y te empuje al pozo del desprestigio. Aunque sepas quién fue el cotilla, nada conseguirás matando al mensajero. Casi es mejor que te desentiendas de ambos o los transformes en pareja y negocio transparente. Cuando dejan de ser secreto, dejan de interesar, así somos. El mundo entero busca estos días a Julián Assange , ese maestro de cotillas que está haciendo temblar al santo pentágono y a unos cientos de gobiernos que guardaban secretos en las arcas. Dicen que es un granuja y todos hacen patéticos esfuerzos para encontrarle, matar al mensajero. No se han enterado de que no se pueden --ni deben-- tener secretos. El mundo es un pueblo y hay demasiadas familias conocidas en él.