Se oyen sus risas. Las vemos llegar, abriendo la escena, el frío con su sonrisa, la nieve, cálidas. Jo salta la valla presentándose: La rebelde y divertida, un chicazo para la época. Busqué, deseé entonces, cercas que saltar y escaleras con una barandilla suave de madera, para deslizarme navegando ente el equilibrio y la infancia. El hogar encendido, la tetera silba, las hermanas se cuentan. Planean una Navidad que a su madre le caliente los pies, que le perfume las mañanas aunque el invierno sea tan largo, que recompense sus manos de tanto trabajo, que seque las lágrimas, escondidas detrás de tantas penas. Ellas inventaron en mi esa búsqueda, las huchas vaciadas, dibujar por las noches portadas de cuadernos para recetas que no eran mas que hojas unidas con cintas de la caja de costura... Pero sobre todo Jo me enseñó a soñar con escribir. Hace unas semanas, en uno de esos domingos azules de casi diciembre, llego una amiga como cuando llegan esos milagros pequeñitos que te hacen sonreír sola, parada en los semáforos. Contándonos el tiempo y los recorridos y las esperas y los miedos y los por qué no, me miró, y se acordó de cuando éramos chicas y sin dudar le dije que de mayor yo sería escritora. Quizá por Jo, por Louisa May Alcott, escribí guiones para representar en Nochebuena en casa de mis abuelos. Leí cuanto pude, y más. Y más. Debajo de las mesas, debajo de las sábanas. Inventé cientos de cuentos para mis hijos. Y cada Navidad, en esas tardes lánguidas en las que el ruido se va poco a poco apagando y se enciende la primera luz, y después como un eco, todas las de la casa, para iluminar la noche de bienvenida, abro Mujercitas, despacio, como si esperara que algo se escapara de entre las páginas. Caen pensamientos secos, un trocito de un poema, la que fui. Cada año leo un capítulo, a veces más, o sin poderlo resistir, me hago un ovillo, me acerco una manta y me voy, y solo regreso cuando llaman para cenar. Por eso una lágrima corría haciendo agujeritos en la nieve y la risa me daba hipo y saltaba para escapar del frío y de una emoción tan aguda como los carámbanos de los dinteles. Me regalaron un poco de sueño, un pasado que no fue mío pero que adopté y amé, acurrucado bajo mi piel: Orchard House, Concord, Nueva Inglaterra. Vi desde abajo su ventana, acaricié su mesa, sus plumas, sus libros, me hundí en la nieve del camino y salte su valla. Busqué su tumba perdida en un jardín hermoso y blanco y le dejé mi lápiz, en lugar de una flor. Envuelta en un jersey viejo, con un té caliente, escribo esta columna, como quien confecciona un regalo. Para ella, para quienes puedan quizá leerme. Un trocito de mi, un gracias y un Feliz Navidad. En el cristal de la chimenea se refleja la luz de dos velas ante el belén.