Llegar a ser un viejo horroroso cuesta un dineral y cuanto más monstruoso se termina siendo, más caro sale. Ser un viejo normal y hasta apuesto y guapetón sale gratis. Esta es la gran paradoja --y la condena-- de quienes invierten fortunas en tratar de mantenerse jóvenes y guapos toda la vida. Es como un seguro al revés, como si al final, después de todas las primas pagadas en bótox, operaciones estéticas, liftings, estiramientos, reafirmantes y antiarrugas, el resultado final, cuando te haces mayor y más necesitas la autoestima, es el contrario del previsto; como si el capital que hubieras de recibir a término no solo se hubiese esfumado sino que encima quedases en deuda.

La práctica continuada de la cirugía estética y técnicas anti-tiempo y su abuso, son como contratar a ciencia cierta un seguro de fealdad. Al final habrás invertido un verdadero capital en convertirte en un engendro. Basta con ver a duquesas, tertulianas de televisión, mecenas de las artes, folklóricas, transexuales y divas varias, para confirmar el horror. Algunas ya no pueden ni hablar, ni reírse, ni esbozar un gesto natural. Sus músculos faciales han quedado inútiles para siempre, sus labios se han hinchado hasta convertirse en dos nabos tumefactos, sus párpados han quedado inmovilizados por tirantes invisibles, sus cuellos, rígidos e inmovilizados, no permiten ya el giro de la cabeza, sus pechos, sepultados bajo la silicona, caen definitivamente por su peso, es decir, por el peso de la estupidez. Y así van por la vida las damnificadas, con el contradictorio signo externo de las fortunas gastadas en su fealdad. Pero lo más gordo es que esta especie de genética quirúrgica se transmite también de generación en generación, como puede observarse en ciertas hijas de ciertas aristócratas, que precozmente empiezan a parecerse al adefesio en que han devenido sus progenitoras.

Frente a esta moderna parada de los monstruos que haría hoy las delicias de Tod Browning , tenemos la grata visión de la mayoría de los viejos que se conservan intactos y naturales, con las arrugas y el deterioro propios de la edad, con esas expresiones llenas de paz y de armonía, con esas miradas rebosantes de sabia luz, con esa elegancia de lo auténtico y lo digno. Los viejos naturales son la verdadera expresión de la belleza de la vida, que no es otra que la naturalidad. Ellos sí que son hermosos y, encima, gratis.