No es fácil conjugar las libertades y derechos individuales con el bien colectivo y no digamos con el sentido común; y menos si hablamos de cuestiones relacionadas con las creencias o ideologías. Con estos temas se llega a extremos que muchas veces rayan la incoherencia o el absurdo.

Y lo vemos a cada minuto en la polémica que ha desatado, dentro y fuera de Extremadura, la decisión del gobierno extremeño de retirar algunos símbolos religiosos en un colegio de Almendralejo después de que lo exigieran dos padres que llevaron, incluso, el asunto hasta los tribunales.

Desde el punto de vista legal no cabe duda de que la decisión ha sido impecable, la haya adoptado un juez, la consejera de educación o el Sursum Corda --que nunca he sabido quién es--. Y si no que se lo pregunten al propio presidente de la Junta de Extremadura, que como creyente y practicante se habrá tenido que tragar un buen sapo con el asunto de los crucifijos. La Constitución es rotunda al aclarar que "ninguna confesión tendrá carácter estatal" y deja, por tanto, claro cuando se vulneran los derechos fundamentales de un ciudadano por razones ideológicas.

Hasta ahí todo correcto. Sin embargo yo comparto más la idea que se barajó incluir en la futura Ley de Libertad Religiosa de que la última palabra la tengan los consejos escolares.

En cualquier caso no entiendo los agravios que pueden provocar determinados símbolos que forman parte de la conciencia y el patrimonio milenario de un país.

Hace poco leí la opinión de un escritor vallisoletano que quitando hierro a esta polémica, aseguró que para el creyente la cruz es una evocación de la tragedia del Calvario y un motivo que llama a la oración. Para el ateo, un símbolo de sacrificio en aras de un ideal intensamente humano. Para el agnóstico, pura y simplemente una invención inofensiva. Para el neutral en materia de fe, una escultura que representa la muerte de un rebelde ejemplar.