A lgo sencillo, sin complicaciones. Les pregunté que querían para comer. Y entre el frigorífico y la despensa, decidí, en un plis plas, poner garbanzos en remojo e irme a dormir. Amanecí temprano, una coleta alta, un vaquero, una camiseta de Snoopy, para cuando el calor de la cocina me obligara a sacar algunas de mis capas, y un jersey viejo, viejísimo. Con la primera taza de café, de pie, ajusté el fuego, probé a ver qué música le sentaba bien a mi cocido y me asomé a la puerta para comprobar que la lluvia me había dejado su perfume en el umbral, como si de un trofeo se tratase. Como esas pelotas que los cachorros depositan en el regazo de sus dueños, esperando su recompensa.

Esquivé los charcos para cortar hierbabuena para el caldo, y me metí corriendo en casa, a ritmo de un chachachá que se escapaba de la radio y del chupchup que ansiaba hacerlo de la cacerola. Los cristales empañados. Y después un bolerito alegre, cantarín. Y unas tostadas con tomate y aceite. Y otro café, esta vez grande, con leche y tamborileo sobre la mesa, marcando el ritmo. Porque, convendrán conmigo, que, al igual que hay músicas que combinan mejor que otras con la comida, también hay alimentos que se ambientan mejor. Por eso si en el fuego hubiera estado fraguándose un arroz con ameijoas y coentro, le hubiera hecho compañía un fado de esos melosos, que se dejan querer despacito, a fuego lento. Y hubiera desayunado, sin duda, torradas de manteiga con sal y parsimonia. Sin quitarme el mandil, fueron llegando mis amigas, cargados con lo mejor de cada casa, el mejor queso, que ya desde el camino se relamía, pensando en mi dulce de membrillo, el aguardiente, las nueces y las uvas para el postre, las botellas de tinto, muchas, como el parloteo contagioso y la risa, más, excesiva, escandalosa, derramada sobre el mantel blanco.

Dejando huella. Aliñamos la ensalada de escarola, con cebollas nuevas, con granadas, con aceitunas, las primeras, verdes, crujientes. Y mientras brindábamos, y volvíamos a brindar, llenándonos de suspiro al abrir el horno y sacar las manzanas, abrigaditas de armagnac, de canela y azúcar de caña. Las horas pasan, lentas, entre el paseo, coger espárragos y piñas para el fuego. Lentas, dulces y blandas, calentitas. Una al cuidado de la chimenea, otras en los sillones, en la alfombra y en la boca y las manos gesticulamos trocitos de vida, de argumentos de pelis y de capítulos de libros que nos dijeron algo, de mira que música he descubierto, de hijos, de campanas de cristal para protegerlos del aire que pasa, de amores que ya no están, de huecos inconsolables, de trabajos soñados, de ganas de hacer, de viajes, de muertos que nunca te abandonan y engalanan nuestra memoria, de dolor espantado a empujones, de risa tonta llena de hipo y de lágrimas y de más vino, y de brindar de nuevo, por vivir sin complicaciones, por las benditas complicaciones, por la vida que nos ha dado tanto.