El despertador sonó antes de las tres de la mañana. Y esta vez la razón no era un viaje intempestivo. Ni una medicación que hubiera que tomar con unos horarios inclementes. Sin embargo, no lo apagó de mal humor, ni dejó que le refunfuñara el sueño. No se dejó arrullar, ni siquiera cinco minutos más, por las sábanas, que guardaban ese ligero olor a sudor de noche de junio. Sino que miró, largamente, desde la cama, las luces de la ciudad y al menos en un segundo, dos aviones recorrieron el cielo de su ventana. Cogió una chaqueta vieja y se anudó un foulard, mientras enarcaba las cejas y un dónde vas a estas horas, en el espejo del ascensor. Caminó hasta llegar a Saint John the Divine. La iglesia le esperaba abierta de par en par. Dentro, algunos estiraban sus esterillas de yoga. Un grupo de amigos se reencontraba. Y su alegría se compartía como el termo de té caliente. Mujeres regalaban tesoros a los que iban llegando: miel, mermelada, galletas aún calientes, cestillos de arándanos y bayas azules. Pan y café que perfumaban de Bienvenida hasta las capillas. A las cuatro, los bancos estaban ocupados y se apagaron las luces y los ruidos de otra distracción que no fuera el oído, y en la piel, un ligero escalofrío. Una total oscuridad. Y la música no tenía silueta. Fue tímida, acariciando sus pies entre los reclinatorios. Ascendió suavísima y al llegar a su regazo se arrebujó un buen rato, sabiendo que la flauta dulce sería permisiva, antes de que llegaran las voces búlgaras y con ellas fuera despertando la mañana. Después trepó por las columnas, exhibiéndose ante las gárgolas que asistían, con la boca abierta, admiradas, desde lo alto. El chelo fue vibrando las horas y con el arco, señaló el filo del alba, asomando por las vidrieras y blandió en el aire los suspiros. In creccendo, el piano, el saxo soprano, el coro, la voz rasgada de la cantante de jazz, estallaron, colapsaron el tiempo, el aire retenido, hasta que la nave central se quedó muda. El día se abrió paso con un gong tibetano y escaparon el azul cobalto, el rojo borgoña, el oro y el verde esmeralda de los cristales. Volaban desde el rosetón hasta él, hasta todos, ya en pie, rompiéndose en haces, en chispas de palabra que no son pronunciadas, que no bastan. Miran al lado, reconociéndose, ríen, se tocan en un abrazo recién estrenado. Y por fin, llenos de Luz, comulgados por la voz de Dios, regresan a casa, con un buenos días en el alma.