Llegar a otro país, alcanzada la noche. Cuando la nieve cubre los coches aparcados y las bocas de incendio. Y las estaciones de metro son faros para los viajeros. Los copos caen siguiéndote los pasos como si les atrajeras con electricidad estática. Bailan un poco estrambóticos, achispados. De esa manera que sale en el cine. Los fogonazos amarillos de los taxis recorren las calles. Sin permitirte enfocarlos, solo una luz rápida. Sin poder imaginar por eso quién va dentro. Dónde irá, de dónde. Quién le espera. O de quién huye. La vista alcanza los primeros pisos con ventanas sin cortinas.

Vitrinas de escenas mudas. Escenarios elevados, recortados en la oscuridad. Sobre los que es posible tramar un guión corto. Y otro que se extiende más allá, al otro lado de la pared. La cabeza rumia el envés de ese cuarto. Porque lo que asoma es solo un trailer de algo más. Mientras, recorrer el horizonte, limitado, con avaricia, queriendo absorberlo todo. Hasta el olor del frío. El paso de un instante. Para no sentirse como un náufrago empuja la puerta de un bar. Traspasándola con la certeza de que es una frontera la que se abre. Doble puerta para no dejar pasar el mundo exterior, inhóspito. Ni la tormenta que se avecina. Ni las sirenas de las ambulancias. Ni la aguda rutina que corroe los días y convierte en polvillo de óxido cualquier sueño. Dentro. No hay aristas.Ni preguntas. Ni siquiera nacionalidades. La doble cara del anonimato se sienta de perfil en la barra. Mirando al frente, sin importarle quién cruza la entrada. Solo los jugadores de hockey, cuadriplicados en las pantallas de televisión, miran, concentrados, serios, tras sus cascos.

Decenas de cervezas negras bambolean su espuma, espesa, calladamente, sin tener tiempo casi a detenerse sobre el posavasos antes de alzarse de nuevo, y apurarse, en un chasquear de lenguas acompasadas, como un coro solidario. En un regodeo que acompaña. Lamparitas tenues sobre cada mesa. Platos llenos de otros olores, de nombres que saben a ajeno. Pero, al rato, un grupo de sexagenarios, se pertrecha en una esquina, arriman sus sillas, acercan sus copas, tararean en voz baja canciones antiguas que corean los violines, la flauta, la gaita de codo, el bodhrán... y solo se oye ya la música. Y el ritmo de los tacones sobre la madera, que sin querer despierta la sonrisa y vuelve las cabezas de los solitarios y unifica y arropa como un buenas noches, como un good night, sencillo, sin importar entonces dónde esté tu casa.