Hacia frío y había poca gente. Aún así miró a ambos lados para asegurarse de que nadie sorprendía esa lágrima rebelde que se empeñaba en resbalar desde su ojo derecho. Era una lágrima reaccionaria, apegada al pasado. Sentado en la butaca, demasiado cerca de la pantalla y de Pepe Isbert, la Plaza Mayor, el mercadillo para comprar las figuras del belén ... Él mismo era una escena de Cinema Paradiso. En cada fotograma en blanco y negro encajaba una escena de su vida. Una novia con calcetines, una colleja, un responso, el frío de las sábanas, Marcial Lafuente Estefanía, las meriendas de pan y chocolate, los deberes de la escuela en la mesa camilla, la misa del gallo. Deshacía los días rumiando un tiempo que ya pasó, invocándolo para rehacer el presente. Estaba solo. El cementerio cada vez más lleno de sus apellidos. Sus amigos acabaron alejándose, cansados ya de sus cuentos. Sus cuentos fueron aburriéndose de sus obsesiones. Sus hijos habían decidido pasar las fiestas fuera. Su mujer ya no era su mujer. Y esta ciudad era otra. Tan buscada, y ahora tan otra. Un lugar donde ser anónimo y huir de su sombra. Y donde ni siquiera fue capaz de convencer a la sombra para que se quedara a hacerle compañía. Miró el reloj, que renqueaba las horas, desidiosas como su pulso. Los domingos siempre le parecieron tan tristes como las promesas incumplidas, como mirar, al caer la tarde, los coches en los atascos, con rumor de fútbol en la radio y niños dormidos. Los villancicos, que tanto le irritaban, le llevaron a aquellas noches blancas del Badajoz engalanado de niebla, de copitas de anís, roscos de vino, de la nariz de niño manchada de harina y redondeles de vaho, del azúcar glass de los bollos de La Cubana y de cómo volaba, como la vela de un barco, el mantel inmaculado antes de extenderse sobre la mesa en Nochebuena. La Magdalena de Proust. El olor de aquel tiempo y su búsqueda, y los kilómetros que se apuran con prisa sorprendente. Medianoche. Entra en la calle donde solo le es familiar el reflejo amarillento de las farolas y el numero sobre su puerta. Las cortinas echadas y una tos, suspiros acompasados que le guían por el pasillo. A oscuras. Solo al fondo lo ilumina el tembleque de las velas de Adviento. El Nacimiento. La fotografía de su padre. Sobre la mesa un plato con mantecados, mazapán y peladillas cubiertos por un paño. Un mordisco a un alfajor. Las lágrimas caen suaves, sin disimulo. Ni siquiera ha advertido los pasos dormidos, en zapatillas, de su madre. Su mano en el hombro. Feliz Navidad hijo. Bienvenido a casa.