El rabino mueve la cabeza de un lado a otro sin saber a qué cola dirigirse. Sus peiot parecen bailar a cada lado de la cara, como esos tambores de mano de los que cuelgan dos cuerdas, antes de ser engullido por una corriente que le empuja en una dirección sin saber siquiera si es la correcta. Un bebé sube y baja, sin pausa, de los brazos de su padre, desliza su chupete por el linóleo, por los zapatos de un piloto y después lo mete en su boca sin que nadie se inmute. El detector pita al pasar un hombre mayor. Las piernas abiertas, los brazos sobre la cabeza. Pierde el equilibrio. Aturdido. La máquina detecta el aluminio que recubre su pastilla de la tensión en el fondo descosido de un bolsillo. El billete de una pasajera ha sido anulado por un ordenador, ella no comprende nada. Lleva todo el día al habla con la compañía más respetada de España. Una operadora tras otra cacarean la misma retahíla elusiva. No hay superior ante el que reclamar, es domingo. En el mostrador una supervisora inoperante no la escucha, se escapa, dejándola sola. Debe comprar otro billete. Una nueva cola para que le recomienden allí mismo que lo haga por teléfono y empieza el vals del tahúr: la clase turista esta agotada, si coge ida y vuelta de un día al azar, sin que se use, el precio es 1.400$, la llamada se corta y comienza una y otra vez el proceso: música, identificación... los asientos económicos aparecen mágicamente, pero el importe va subiendo hasta alcanzar los más de 6.000 $. La puja cesa porque la batería del móvil se agota. Ella vomita. Los nervios rotos. El expendedor de Coca Cola aporreado. Corredores del maratón recién acabado lucen sus dorsales como gladiadores invictos. Pero se marchitan por el peso de las horas, apoyando la espalda en las esquinas, la cabeza gacha, desarbolados. Una pareja en el mostrador intenta hacerse entender. La mujer, seria, cuenta su problema. Él se enfada, el rostro rojo, las venas del cuello se marcan, suda y alza la voz, escupiéndola, disparada hacia el agente, inútil. Solo la mano tierna de su mujer sobre la frente le detiene, le hace volver a ella, alejarse de la ira que tanto le repele, recomponiéndose. Se miran, el encoge los hombros y sonríe de medio lado, disculpándose. Pese a todo, en ese lugar inhóspito, se besan y sonríen.