En un coche viajaban tres ciudadanos portugueses que se dirigían a Francia tras haber visitado a sus familias en las vacaciones. En el otro, un matrimonio con sus hijos de 6 y 10 años y la abuela. Circulaban por una carretera de Navarra. El conductor del primer vehículo, que tal vez había apurado demasiado la fiesta de despedida de la pasada noche, se durmió al volante y se pasó al carril contrario. Murieron los tres portugueses y los dos niños de la otra familia madrileña, que regresaba a casa tras unas vacaciones en Cataluña.

Cada año, cada puente vacacional, los informativos se saturan con los accidentes registrados en las carreteras, recomendamos prudencia a la salida y machacamos con los números de muertos al regreso. Solo números. Nada sabemos de las inquietudes, problemas y aspiraciones de los fallecidos, cuyas vidas acaban de truncarse, y las de sus familiares. Solo cifras. Como mucho, unas iniciales y las edades. Nada más. Dos niños de 6 y 10 años que pierden la vida en el asfalto. Una familia despedazada e irrecuperable. Unos padres que seguirán preguntándose el resto de su vida porqué no se fueron ellos en lugar de sus hijos.