Nuestros políticos locales se transfiguran en cuanto entran en el salón de plenos del Ayuntamiento de Badajoz, lo que ocurre al menos una vez al mes, cuando se convocan sesiones ordinarias. Llegan a la primera planta del palacio consistorial tan tranquilos, carpetas en mano, cargadas de buenas intenciones.

Al encontrarse en el descansillo, antes de acceder al interior, suelen saludarse amigablemente y hacer corrillos, sin distinciones. También dentro del salón mantienen incluso conversaciones cordiales, previas a tomar asiento. Pero en cuanto el alcalde, Francisco Javier Fragoso, pronuncia las palabras mágicas ‘Sesión pública’ sus señorías se transfiguran, modifican radicalmente su naturaleza humana y se convierten en aguerridos defensores de sus siglas y enemigos acérrimos de las contrarias. Los límites de la cordialidad y la educación se desdibujan hasta casi desaparecer y echan mano de unas maneras y unos términos para referirse a los compañeros de enfrente, que si sus madres los oyesen, se avergonzarían.

Ya sé por qué se les denomina ordinarios, a los plenos, aunque la mayoría son extraordinarios, mucho más que ordinarios. Los concejales se llaman de todo, se dicen de todo y se enfadan por todo. Con razón, claro. Pero no se puede ser tan susceptible cuando tratas al ‘opuesto’ con el mismo desdén que él se refiere a ti. Escuchándolos no dejan lugar a dudas de que no se pueden ni ver. Desde luego, escuchar se escuchan poco y, como niños, se mofan en alto cuando no están de acuerdo con quien tiene la palabra, aplauden, se ríen o interrumpen cuando no es su turno. Dudo bastante de que haya muchos vecinos que a título particular sigan en directo el desarrollo de las sesiones plenarias que celebra la corporación local, a través de la tele municipal. De hecho, si los concejales supiesen que hay votantes que los están oyendo creo que su comportamiento sería otro.

Más de siete horas se prolongó el último pleno. Seguir una sesión al menos una vez en la vida debería ser una misión obligada, como la de tener un hijo, plantar un árbol o escribir un libro. De estas cuatro metas, la primera es, con diferencia, la más difícil, y desde luego la más baldía, pues no reporta nada. Al contrario, al finalizar la única conclusión que se obtiene es que no han llegado a ninguna conclusión válida, porque los acuerdos entran cerrados en el orden del día, las mayorías dejan poco margen para el debate y los asuntos verdaderamente importantes para la ciudad se han explicado antes y se dan por sabidos. Además, sus señorías tienen por costumbre introducir mociones que nada tienen que ver con las responsabilidades municipales y exceden, con mucho, las competencias del ayuntamiento. Entran en arduas discusiones ideológicas que solo reciben el aplauso de los suyos y que no tienen ningún eco en los medios de comunicación. Tanto es así que los propios concejales, al comprobar que sus preparadas intervenciones no han logrado la menor repercusión, se dedican a recortarlas y compartirlas en las redes sociales, para justificar que están haciendo sus deberes, si esos fueran sus verdaderos deberes. Deberían recortar y colgar en sus perfiles también los momentos en los que se insultan y se pierden el respeto, que son muchos. Que la portavoz de Unidas Podemos llame «sinvergüenza» al concejal de Vox entra dentro de la normalidad, como que el de Vox y concejales del PP y de Ciudadanos utilicen «comunista» como el más mordaz de los descalificativos contra la izquierda. En el último pleno, el alcalde, cuando ya habían transcurrido más de seis horas de insidias, llegó a reprochar al portavoz socialista, Ricardo Cabezas, que no le admitía que siguiese «echando mierda» sobre su expediente, intachable durante 26 años, con esas palabras. Tan cansado lo tenía. Imagínense cómo estábamos quienes llevábamos horas escuchándolos e intentando comprender lo incomprensible.