Edward Hopper es uno de los artistas más sobresalientes del siglo XX. Su obra es un permanente «instante suspendido». John Updike decía de él que «está siempre a punto de contar una historia». Pinta la ausencia llena de tristeza y melancolía de una vida acabada o sin sentido. Sus historias son de silencio, vacío y soledad. Aunque la religión, tantas veces fortaleza para enfrentar a la adversidad, formó parte de su educación temprana, siempre está avisándonos del vértigo que produce mirar en nuestro interior. De las paredes de mi casa cuelgan cuatro baratas reproducciones de sus obras: Nighthawks, New York movie, Gasolina y Sol de la mañana, todas mostrando a solitarios en noches eternas donde las palabras incomodan, el silencio duele y la tristeza sangra. Todas, menos la última, una mañana clara donde ni el sol puede vencer a la oscuridad del alma. Tony Soprano cuestionaba constantemente a Dios en la terapia con su psiquiatra. Despiadado criminal de la mafia, en la intimidad del diván sentía el desencanto como realidad vital, la incompatibilidad de Dios con el mal o el dolor y la sordidez del mundo para quienes perdían las grandes esperanzas. Carmela, su mujer, tenía la extraña sensación de que los males que acechaban a ella misma y a su entorno (el cáncer, por ejemplo) eran producto de coquetear con el mal o mirar para otro lado cuando Tony continuaba con sus fechorías. ¿Se engaña a sí misma para disimular la tristeza y la culpabilidad que le atenaza? Samuel Beckett, en Días felices, se pregunta si no serán los pequeños gestos y convenciones sociales las que nos permiten sobrevivir. Winnie, en su interminable monólogo, es como Carmela: nos engañamos con la vida cotidiana, con la rutina plana para sobrevivir en un mundo que nos consume a base de malas noticias y pérdidas irreparables. El crítico teatral James Huneker escribe que «la vida es como una cebolla. Vas quitando capas y descubres que al final no hay nada, excepto lágrimas». Peter Cameron creó en su novela Algún día este dolor te será útil un sosias del Holden Caulfield de Salinger, pero más reflexivo, hasta el punto de llegar a decir que no hay lugares especiales sino personas especiales y no hay peor dolor que perder a alguien que se quiere. En boca de Bolingbroke, Shakespeare lo expresa nítidamente en Ricardo II: «La tristeza convierte una hora en diez».