Estoy en un lugar fuera de Extremadura. Frente a mi ventana las persianas comienzan a levantarse. Mujeres. Jóvenes, de mediana edad y algo más mayores aparecen y desaparecen al ritmo de sus tareas. Sacuden alfombras con fuertes golpes de las muñecas, limpian cristales, barren terrazas y ponen a secar ropas en tendederos ocultos tras las celosías. Las veo inclinarse al fondo de las habitaciones mientras, imagino, hacen las camas. Mujeres que también barrerán, limpiarán el polvo y, si no tienen un marido cocinilla que se entretenga con los pucheros y lo deje luego todo mangas por hombro, también harán la comida.

Mujeres herederas de otras mujeres que en el libro que leo también sacudían alfombras, lavaban, cocinaban, fregaban y barrían. Pienso mientras observo su trajinar enmarcado por las ventanas que, al menos, el paso de los decenios les ha facilitado las tareas. Las de antes fregaban de rodillas e iban al río, o a los lavaderos públicos o restregaban la ropa con pastillas de jabón de cáustica en las pilas de sus casas. El avance de la técnica ha mejorado sus quehaceres, la mente se les ha abierto y, con toda seguridad, se rebelan contra el tedioso papel que quizás ellas mismas se han asignado. Ahí siguen, mujeres del nuevo siglo realizando los trabajos de siempre. Hemos avanzado como sociedad y nos jactamos de ver las cosas de otra manera, pero en el interior de las casas, cuya intimidad queda al descubierto a través de las ventanas, veo que todo sigue igual. Mujeres jóvenes, de mediana edad y algo más mayores, apareciendo y desapareciendo, con trapos y escobas en las manos, haciendo lo que hacían sus madres y sus abuelas. Me pregunto dónde estarán los hombres. Tal vez aún acostados en habitaciones más allá de las ventanas. Ninguno limpia cristales, sacude alfombras, barre terrazas o pone a secar la ropa en los ocultos tendederos.