Luego hay quien se queja de la mala fama de la clase política, pero es que cada día comprobamos cómo para llegar a ser un trepador profesional en este colectivo no solo hay que estar dotado del don de gentes y de la oratoria, sino de una capacidad innata para tergiversar, convertir lo blanco en negro y sobre todo saber ocultar las inmundicias para transformarlas en virtudes de cara a la opinión pública. Cuando en algún partido se producen cismas o luchas internas, resulta imposible que ninguno de los protagonistas cuente ante un micrófono la verdad y hay que leer entre líneas o interpretar gestos para intentar acercarse a ella, o recurrir a quienes se benefician del caos, siempre dispuestos a narrar los intríngulis de los marrones. Si alguno deja un puesto suculento siempre es por motivos personales, si un candidato cae rendido en la lucha que otro gana con tretas cuestionables ambos salen en la foto dándose la mano, ocultando en la otra los dedos cruzados y si alguien desaparece de una lista porque su trayectoria no fue muy nítida --aunque nunca pudo demostrarse-- siempre habrá un hueco en otra o un sillón público donde retirarse con la cabeza alta y el bolsillo lleno.