Decía Audrey H. que hay días rojos. Días terribles en los que de repente se tiene miedo y no se sabe porqué. En esos momentos lo único que viene bien es ir a Tiffany´s porque nada malo puede ocurrir allí. Hay lugares casa. Espacios llenos de techo. Hechos de abrigo. O de muralla. Otros tan imponentes, tan grandiosos como una iglesia o un concierto. Cobijan y nos hacen conscientes de nuestra pequeñez. Son nuestros ojos quienes les alimenta, les hace crecer, admirados desde abajo, desde nuestra altura, cuando al doblar la cabeza hacia atrás, las proporciones se pierden y un cierto mareo desmesura su grandeza. La gente se apresura, sale de los taxis sin mirar atrás.

Los tacones no permiten seguir el paso de su pareja. Y en la cara se prende un poquito de frío y la prisa muerde los labios. La moqueta recibe inspirando, absorbiendo la ansiedad de no llegar a tiempo, suspiran, se quitan los guantes, los abrigos se deslizan sobre los hombros, los echarpes se desvanecen como un saludo al entrar en el teatro. Y la sala se alza. Las luces se reflejan en el piano. La tapa abierta es un espejo de notas. La campanilla advierte del comienzo. Y los asientos se confunden, se interpretan mal las filas, las acomodadoras se afanan, los móviles se guardan, se revisan los programas, las toses se suceden, los caramelos se comparten, las manos de los acompañantes se buscan. Mozart se eleva como un telón. Majestuoso, despliega una capa que envuelve desde atrás los asientos, las gradas, los palcos hasta cerrarse en la espalda del coro, sumergiendo a todos en una campana protectora de penumbra profunda.

De caja de resonancia de la emoción. Que se pellizca en los chelos, en los violines, se catapulta hasta el timbal y los trombones. Y desciende de nuevo, al fagot, a los contrabajos. Hasta casi detenerse. Sin respiración. Y con un mínimo gesto, con el nimio escalofrío que produce el roce del arco sobre la viola, los ojos se cierran otra vez, en un juego de mareas, de olas, de peso sobre el pecho y vuelo, puro vuelo, más y más alto, más ligero, subimos dentro de una nota, de una pompa, hasta las tramoyas, más allá del techo dorado, más allá, subimos al cielo blanco de nieve, donde Chagall espera y te da la mano, y te aúpa, como una novia de velo estrellado.