Siempre se llamó Bujaco. No importa el nombre que esta librería haya tenido en los últimos años más allá del cacerense seudónimo con que se conoce en la ciudad. Vienen estas líneas a cuento porque me sorprendió la tristeza --en toda su extensión-- que me embargó hace unos días cuando abandonaba la librería sabiendo que no volvería jamás. Llevaba bajo el brazo el que siempre será el último libro comprado en Bujaco.

Cierra Bujaco para pasar a habitar en el imaginario colectivo, como tantas otras librerías de Cáceres, incluyendo alguna donde los libros languidecen de forma tan indigna como incomprensible tras un cristal cada día más opaco. La crisis no entiende de librerías, ni de cultura. No se trata de ponerse sentimental, se cierran librerías como se cierran restaurantes o zapaterías, aunque aquéllas no sólo cierran por la manida crisis, porque en el libro viene de antiguo. Las librerías históricas están desapareciendo de casi todas las ciudades donde, en un atisbo de remedio, se sustituyen por supermercados que venden libros.

Aunque también se abren nuevos locales, espacios que tratan de adaptarse a los nuevos tiempos como fortalezas de palabras, para impedir que leer se convierta en una excentricidad y el mundo alcance aquel horizonte apocalíptico de Farenheit 451 en el que había que aprenderse de memoria los libros, objetos prohibidos. Cierra una librería, otra más, y desaparecen los establecimientos de siempre --57 años de historia, dice la prensa-- escaseando peligrosamente los refugios en un mundo que está dejando de leer.

No es el libro es un bien de primera necesidad, aducen quienes desconocen que una misma raíz latina --liber-- sirve tanto para libro como para libre. Cerrar una librería es algo más que echar la llave a un negocio. Es hacer otra mella en la cultura, la misma de la que emana la coherencia, la inteligencia y la sabiduría, esas virtudes que van escaseando en una sociedad cada vez más hedonista y más ignorante.

A partir de ahora todos somos más pobres. Quedará un poco más huérfano el céntrico paisaje de Cáceres donde siempre se mecerá el fantasma de Bujaco junto al de tantos personajes literarios evocados. No era la biblioteca ideal, faltaban indispensables; pero era una casa común, un lugar donde refugiarse para encontrar lo que se busca, donde acariciar libros para apaciguar el ánimo y combatir el desaliento e incluso comprar algunos que, si no pueden llevarnos a gozar de la vida, al menos nos enseñan a soportarla.

El cierre de una librería es un fracaso. Desconozco las razones de este caso y no las valoro, pero no puede ser si no un fracaso que una población que ronda los cien mil habitantes, con una notable presencia de universitarios, contemple inane e impasible cómo se hunde otro clavo en el ataúd de la cultura, y campan a sus anchas la ordinariez y la vulgaridad mientras se desprecia la sabiduría y el conocimiento. Habrá quien deje escapar lágrimas. Otros nos quedaremos con los recuerdos, como ese rinconcito dedicado a los libros de raíces extremeñas escondido bajo la escalera, las mismas escaleras voladas que recuerdo subir de la mano mi madre en pos de ese mundo de fantasía encarnado en la literatura infantil, que antaño estaba en el segundo piso. Y cómo no, la imperecedera amabilidad de quienes estaban tras el mostrador, unas más conocidas y otras menos. De algunas ni siquiera conocí sus nombres, como le sucediese a Adso de Melk en El Nombre de la Rosa. Esa obra maestra que ya no podremos comprar en Bujaco.