Cáceres debería levantar un monumento a Antonio Dionisio Acedo, nacido en el número 8 de Barrio de Luna, que la semana pasada cumplió 89 años y que nos acaba de decir adiós. Su padre, Lázaro, era barrendero del ayuntamiento, su madre, Catalina, llevaba cántaros de agua. Fue el mayor de cinco hermanos y desde muy pronto se puso a trabajar, primero vendiendo por San Juan El Periódico Extremadura. También se llevaba comisión dispensando en el Norba y el Gran Teatro los cacahuetes, almendras saladas y garrapiñadas de una mujer que vivía por Santa Apolonia.

Otro de sus oficios fue la venta de butacas en la plaza de toros. Así estuvo hasta que consiguió entrar en la repostería Toledo, que además de este establecimiento en el número 10 de San Pedro, tenía un hotel y un café en los soportales de la plaza. En la repostería, Antonio limpiaba los cristales, el escaparate y recogía los pasteles del obrador que había en San Jorge.

Contrajo matrimonio con Ángela, que trabajaba en casa de Valverde, que tenía su consulta de garganta, nariz y oído en Cánovas, donde el Instituto Nacional de Previsión. Tuvieron siete hijos. En 1957, Manuel Villarroel, dueño del bar Los Manolos, de San Juan, le propuso dejar el Toledo y abrir en la calle El Brocense (hoy Paneras) un bar al que llamaron El Sanatorio y que entonces estaba frente a Calzados Carpu, que regentaba Corcobado. Antonio llevaba El Sanatorio y a cambio pagaba un dinero a los dueños del edificio.

El Sanatorio tuvo tanto éxito que Antonio encargaba a diario 30 docenas de huevos de Luis Plaza y 500 bollos que compraba en la Romualda, (frente a la Audiencia), y en Alfonso Márquez (en Alfonso IX). El vino se lo traían los Higuero de Montánchez. Vendía dos cervezas, Cruz del Campo, del almacén de coloniales que Rincón tenía en la Cruz, y El Águila, que la llevaba Piñero, que tenía el negocio en Aldea Moret.

El Sanatorio se dividía en salas. El Quirófano era la cocina, donde estaba Ángela de cocinera, y la Sala de Espera era el mostrador, donde estaban de camareros Antonio, Pedro Picapiedra y El Salivilla, que era de Villafranca de los Barros. Otros compartimentos eran el Botiquín (la nevera); los Rayos X (la tele); la Sala de Urgencias (el water), y la Sala de Recuperación, que era la habitación contigua con cuatro mesitas en las que se sentaban a comer los clientes que venían de los pueblos. Antonio recitaba de carrerilla sus 32 platos: ‘¡¡¡Gambas rebozadas, cocidas, al ajillo, prueba de cerdo, hígado, toro de mar con tomate, calaaaaamaaaaareeeeees...!!!’

En 1976 dejó el negocio dispuesto a abrir en Rodríguez Moñino una cervecería a la que iba a llamar La Gamba. Pero su cuñado Belchite, carpintero, le aconsejó que abriera una ferretería. Entonces solo existían en Cáceres los almacenes de los sobrinos de Gabino Díez, en la Cruz, y Patricio Fernández, en Cánovas. Así nació e Diosan, actualmente una de las ferreterías más célebres de la capital.

Ayer, una de las nietas de Antonio Dionisio decía: «¡Qué orgullosa estoy de haber tenido este abuelo!» y tenía mucha razón porque Antonio Dionisio fue historia viva de una ciudad que hoy lo recuerda con más orgullo que nunca.