Uno de los mayores progresos éticos de la sociedad ha consistido en sustanciar las diferencias ideológicas pacíficamente en diversas instituciones. El campo de batalla se sustituyó por los parlamentos, las armas por la palabra, la fuerza por la razón y el enemigo pasó a ser considerado adversario. Consecuencia: disminuyeron los muertos y aumentó la convivencia. Eso no quiere decir que desaparecieran las fuertes discrepancias, pues los parlamentos están para hablar y no siempre para ponerse de acuerdo. El consenso no es posible, ni quizás conveniente, en todas las ocasiones. Pero cuando las instituciones se convierten en lizas más allá de la dialéctica política, la palabra en insulto y la razón en exabrupto, dejan de cumplir su misión. Y lo peor es que tales comportamientos traspasan con frecuencia sus paredes y llevan a algunos ciudadanos a imitarlos creándose un clima de enfrentamiento civil que trae malas consecuencias.

Desde hace un tiempo en España, y en Cáceres en particular, parece imposible dirimir las diferencias políticas civilizadamente y no es culpa solo de los grupos radicales. A no ser que todos nos hayamos instalado en el radicalismo. De seguir así no sería raro que, dentro de poco, solo pueda hablarse de política ante un abogado.