Ni el comisario Francisco Lorenzo ni Bibiano González podían augurar ese día de 1864 que habían descubierto ‘El dorado cacereño’. Lo que en un principio no era más que una curiosa piedra blanca resultó ser fosfato de una gran pureza, un mineral que durante más de cien años se convirtió en el ‘oro’ de la capital. Cáceres vivió desde ese entonces y durante casi un siglo su época más brillante en términos industriales y económicos. Centenares de trabajadores que trabajaban en la explotación de las minas se asentaron en la ciudad y la ciudad se convirtió en punto de referencia de la minería. «El poblado minero de Aldea Moret puso a Cáceres en el mapa», pone de relieve Francisco Luis López-Naharro, la Asociación Minas de Aldea Moret (AMAM).

Fue precisamente Segismundo Moret y Prendergast -que da nombre al barrio- el encargado de dar ese empujón al desarrollo. El poblado minero tomó nombre propio gracias a los esfuerzos del político gaditano para que la línea de ferrocarril llegara hasta la puerta de las minas. Este hecho se consumó en 1881 con la línea a Lisboa y fue a partir de ahí cuando la fosforita manufacturada en la ciudad traspasó las fronteras y recorrió la mitad de Europa durante una centuria. La actividad de las minas cacereñas acabó en los años sesenta y a partir de ahí la zona cayó en el olvido. Los nostálgicos mineros recordaban un pasado dorado mientras sus hijos convivían en una barriada castigada por la marginación, el expolio y el abandono de la historia. En ese aspecto López-Naharro reclama «conciencia» para la zona y «restaurar la zona» a un estado justo. «Con el poblado no se ha hecho justicia, nada en la historia de Cáceres ha creado más riqueza que la mina», concluye.