Al tomar la nacional 630 nos dirigimos hacia el sur. Estoy contento porque ya hay algunas golondrinas. Vuelve el buen tiempo, el sol luce hermoso, aunque la mañana está algo fría. Dos siluetas almenadas recortan el horizonte. Pero hoy, nosotros, nos detendremos en la primera, ese castillo recoleto, hermoso, elegante que es la Arguijuela de Abajo.

De nuevo, los Ovando, esa familia que se entreteje con la historia misma de Cáceres. El castillo tiene su origen en una parte del Heredamiento de las Arguijuelas que recibió Francisco de Ovando el Viejo, al que él añadió otras tierras que compró colindantes: el Dehesijo, las Cerveras y el Campillo de Corcobado. El inició, en el siglo XV, la construcción de la casa, con el ala meridional, cuyo acceso se sitúa, actualmente, dentro del patio.

De esa época deben de datar los antiguos escudos de Ovando y Mogollón, verdaderamente hermosos, que se despliegan sobre la actual puerta de ingreso, situada al este, de medio punto adovelada y defendida por un matacán. Esta parte procede ya de la ampliación de su homónimo hijo, Francisco de Ovando, llamado el Rico para distinguirlo de su padre.

La construcción siguió adelante con el hijo de éste, Francisco de Ovando Mayoralgo, que añadió el gran volumen cúbico de la zona meridional. Las obras pararían hasta que, un siglo más tarde, en el XVII, Francisco Antonio de Ovando y Galarza reformó la construcción, quitándole gran parte de su carácter defensivo y dotándola de un tono más palaciego.

Esta reforma se notó, especialmente, en el interior, donde sobresale el armónico y sereno patio, en el que se funden lenguajes góticos y renacientes. Por cierto, la amplia barbacana que enmarca el conjunto, a modo de patio de armas, es obra contemporánea.

Así pues, el castillo es una conjunción muy armónica de elementos arcaizantes y defensivos, como la torre del homenaje, los merlones, saeteras, garitas o matacanes con deliciosas decoraciones renacentistas, como los sogueados, todo ello regado con las armas de Ovando y Mogollón que imponía el mayorazgo de Francisco de Ovando.

En los propietarios de este mayorazgo (que, como ya vimos al visitar el palacio de la Generala se vinculó el oficio de Alférez Mayor de Cáceres) recaería el marquesado de Camarena, de quienes lo heredaría nuestro viejo conocido el marqués del Reyno (cuántas semanas sin hablar de él, ¿verdad?), que, como bien sabemos, al fallecer mandó todos los bienes procedentes de la familia de su madre a los medio hermanos de ésta, los marqueses de Castro Serna y condes de Adanero, quienes recibieron esta propiedad con la que no mantenían vínculos de sangre.

Su actual propietario descendiente de los Castro Serna, Ramón Jordán de Urríes y Martínez de Galinsoga, Vizconde de Roda, ha convertido la propiedad en un moderno complejo hostelero en sociedad con César Ráez y Consuelo Villalba, buenos amigos de quien esto escribe, y mejores profesionales, con una concepción moderna y adecuada de respeto al patrimonio y su conservación.

Frente al castillo, al otro lado de la carretera, se levanta la cuatrocentista Ermita de Nuestra Señora de Gracia y Esperanza. Es la capilla palatina del castillo, gótica robusta, con su inevitable atrio porticado de tres arcos, tan cacereño, tan hermoso. Sigue los modelos de las construcciones populares, con uso predominante del ladrillo y el mampuesto. Su portada, en el lado de la epístola es arquitrabada, su cabecera, más elevada que el resto de la construcción, es plana y se blasona con las armas familiares, el único elemento exterior decorativo es la espadaña a los pies.

El interior se cubre con una bóveda de medio cañón apuntada que corona una única nave, dividida en tres tramos. El presbiterio está presidido por un retablo tardobarroco, con columnas salomónicas y pinturas sobre tabla, costeado por María Jacinta de Carvajal, primera mujer del III Marqués de Camarena, aunque no llegó a ver la obra, ya que ésta se culminó en 1705, cuando ella había ya fallecido. En él se situaba la imagen titular, Nuestra Señora de Gracia y Esperanza, que actualmente se encuentra en el Palacio de Roda. Dos retablos laterales rococós completan la decoración y el trágico Cristo de la Expiración, tallado por Pedro de Paz en el XVI, de hondo patetismo que procesiona el Viernes Santo por la mañana desde San Mateo con la cofradía de su advocación.

Aquí, en esta ermita llevé, hace ya algunos años, del brazo a mamá al altar el día de su segundo matrimonio. Pocas veces en mi vida me he sentido más orgulloso de hacer algo. La felicidad, por fin, se instalaba en casa. Pero prefiero no recrearme en mi pasado, sino en el de todos nosotros, en estas piedras eternas que me dan la vida, en estos campos cacereños que desafían al tiempo, en los cielos inmensos que pronto se cuajarán de golondrinas, volando, sin miedo al peligro, libres en los espacios azules, pregonando a los cuatro vientos que Cáceres nació para ser eterna.