Ahí sigue, plantado en mitad del salón, con sus adornos, su espumillón y con algún regalo a sus pies esperando a ser recogido. Ese amasijo de hierro y plástico que hace unas semanas era icono de felicidad y símbolo de asueto, permanece en pie aguardando ser almacenado de nuevo por once meses, ya sea en un armario, ya sea en el fondo del trastero de turno.

A más de uno se le ha pasado por la cabeza dejarlo tal cual, como si de un adorno más en casa se tratase, y modificar su decoración según el periodo del año en el que se vaya encontrando: así colgar antifaces por carnaval, roscas de anís por san Blas, bañadores y chanclas en verano, farolillos por san Fernando, y castañas por los santos. Pero lo que --a priori-- parece una genial idea de "aprovechamiento de recursos" (permítanme llamarlo así), no es más que el reflejo del irremediable síndrome postvacacional que afecta a unos y a otros en épocas del año como ésta.

Sí, nos cuesta adaptarnos a la rutina, e intentamos aferrarnos a cosas livianas para no afrontar que el periodo vacacional ha terminado, como niños sujetando sus juguetes el día antes de la vuelta al colegio.

Hay casos en los que este trastorno va mucho más allá de lo liviano, y se cuela peligrosamente en las relaciones personales y familiares, que acaban abogando por una ruptura cuando los síntomas se alargan en el tiempo. Es un hecho contrastado que al finalizar las vacaciones, aumenta el número de separaciones y divorcios; y es curioso que esto se deba, en gran medida, a que durante estos ciclos sean más el número de horas compartidas, en contra de la rutina del resto del año. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿es la rutina un símbolo de estabilidad? ¿lo es la estabilidad de la rutina? Es cierto que ambas pueden estar unidas, pero no han de ir cogidas de la mano necesariamente.

Si somos dueños tanto de nuestro tiempo libre como de nuestra rutina, lo suyo es que intentemos lograr un equilibrio, logrando que uno y otra no incidan en nosotros más que en lo liviano. De lo contrario, nos arriesgaremos a ser como el árbol artificial que aguarda cada enero a ser retirado.