Hace una semana el círculo cultural cacereño lloraba a un amigo que -tristemente- se nos fue antes de tiempo. Las despedidas nunca son fáciles, peor aún si han de hacerse de forma póstuma. No asimilamos el vacío, no digerimos que se haya cortado un hilo que creíamos firme, y buscamos una señal más allá de lo real con la vista puesta en el cielo.

Y mientras una parte de nosotros niega lo sucedido, otra es consciente de que no hay muro indestructible, y que todo y todos somos efímeros. Montamos en un tren sin saber cuándo será la última parada, miramos por la ventanilla y los árboles del trayecto se desdibujan en el aire. «Somos árboles», pensamos, y nos agarramos con fuerza al asiento, buscando anclar el tiempo.

Nos da miedo bajar, a veces incluso pasear por los vagones, pero lo hacemos, y durante años olvidamos que existen paradas, hasta que alguien cambia de estación y dice adiós desde las vías.

Un adiós «antes de tiempo», aunque uno nunca sabe cuál sería el momento adecuado para despedirse. Pensamos en todo lo que dejamos por decir, en todo lo que dejamos por hacer, y culpamos al tiempo, a la vida, a la suerte, al destino, a la muerte, e incluso al conductor del tren. Porque nos enfada la partida, sin explicaciones.

Pero entonces llegan los recuerdos, y los árboles que se desdibujan en el paisaje tienen colores que pertenecen a los que se fueron, descubres siluetas en el movimiento, sientes vibrar el suelo a tus pies, escuchas el sonido metálico del cambio de rail, sientes el vaivén, el movimiento, y te convences de que hay que volver a levantarse del asiento. Cuando haya de llegar la parada, que llegue, pero que sea sin remordimientos, mientras tanto no dejemos cosas por decir, cosas por hacer, ni dejemos que nadie nos obligue a permanecer sentados todo el trayecto. No existe un «antes de tiempo», existe el momento, la huella que dejas en los que te acompañan en el viaje, y la manera en que coloreas el paisaje.

Bajaste del tren, y nos llenaste de colores antes de hacerlo… Hasta siempre, Antoine.